Marcelo Colussi
I
Desde hace ya unas décadas,
hacia fines del siglo XX, fue estableciéndose como una táctica militar un tipo
amplio y difuso de acciones al que se le ha dado el impreciso nombre de
“terrorismo”. Quienes otorgan ese nombre (instituciones oficialmente
constituidas) tienen una idea determinada de lo que entienden por él; pero
quienes lo reciben, en realidad jamás se autodefinen como “terroristas”.
Además, si bien puede haber grandes diferencias entre los que así son
designados (partidos políticos de izquierda, movimientos sociales, grupos de acción
armada, etc.), ninguno de ellos se reconoce como “señor del terror” sino, en
todo caso, luchador social. Con lo que vemos que es muy difuso el término,
equívoco, hasta incluso: engañoso. En verdad ¿quién es “terrorista”? ¿Qué
significa con precisión ser un “terrorista”?
Siendo estrictos, no hay una
definición unívoca del término. En todo caso, puede advertirse desde el inicio
que su nombre mismo ya presenta una carga negativa: evoca el terror. Pero eso,
lo sabemos, es excesivamente amplio: puede entrar allí desde una amenaza de
bomba hasta un desequilibrado mental que asesina en serie, una broma de mal
gusto o una muchedumbre enardecida que se permite linchar a alguien. Un acto
terrorista, por tanto, más que significado político -según la lógica con que
usualmente se usa en Occidente- es sinónimo de salvajismo. Carga que no tiene,
por ejemplo, la llamada guerra convencional. Quien mata en guerra es un héroe. Más
aún: se le premia, es un héroe de la patria, se le puede llegar a inmortalizar.
Ninguna bomba inteligente de alta tecnología es asesina, es terrorista, pero sí
lo son, por ejemplo, quienes resisten a la ocupación estadounidense en Irak, o
quienes bloquean una carretera pidiendo alguna reivindicación.
¿Tiene sentido eso, o se
trata sólo de un discurso de dominación, un ejercicio de poder? En un Manual de
Entrenamiento Militar de la Escuela de las Américas de Estados Unidos puede
leerse como una sana recomendación para sus alumnos, por ejemplo, “aplicar torturas, chantaje, extorsión y pago
de recompensa por enemigos muertos”. ¿Eso es guerra limpia o terrorismo? Y
más aún: ¿es posible que haya guerra limpia?
Entonces, en definitiva: ¿qué
es el terrorismo? ¿Hay alguna definición seria al respecto? Desde ya vemos la
dificultad intrínseca. De hecho, se han aportado varias, pero los mismos
ideólogos que debaten sobre sus propiedades no terminan de encontrar una
versión convincente. El Departamento de Estado de los Estados Unidos de América
en uno de sus Informes anuales sobre “Tendencias del Terrorismo Mundial”, antes
de definirlo siquiera comienza diciendo que “la maldad del terrorismo siguió azotando al mundo este año, desde Bali
hasta Grozny y hasta Mombasa. Al mismo tiempo, se libró intensamente la guerra
mundial contra la amenaza terrorista en todas las regiones, con resultados
alentadores”, con lo que, ante todo, se parte de una valoración: el
terrorismo es intrínsecamente malo. Acto seguido lo caracteriza diciendo que “se constituye, tanto en el ámbito interno
como en el mundial, en una vía abierta a todo acto violento, degradante e
intimidatorio, y aplicado sin reserva o preocupación moral alguna”.
Preguntamos: ¿las invasiones entran allí? ¿Y las peleas de box? ¿Son actos
violentos y degradantes también las corridas de toro? ¿Y las riñas de gallo o
de perro? ¿Cuándo algo empieza a ser "terrorista"?
El entonces presidente de
Estados Unidos, George Bush hijo, declaró en alguna ocasión que “no se cansará, no titubeará y no fracasará
en la lucha por la seguridad del pueblo estadounidense y por un mundo libre del
terrorismo. Seguiremos sometiendo a nuestros enemigos a la justicia o les
llevaremos la justicia a ellos”. Claro que esa justicia puede ser la
invasión militar, obviamente, pasando por sobre el derecho internacional y las
resoluciones de la ONU. En nombre de la lucha contra él, está visto que puede
hacerse cualquier cosa. ¿Tan malo es el “terrorismo” que da lugar a todo tipo
de intervención, incluidas guerras preventivas -hasta con armamento nuclear,
como pretende hoy la Casa Blanca en más de alguna de sus hipótesis de
conflicto- o hay ahí “gato encerrado”?
II
De acuerdo a datos
suministrados por el mismo gobierno federal de Washington, el terrorismo ha
matado en el mundo, entre en los primeros cinco años de este siglo, a 24.429
personas (la misma cantidad que contrae el VIH en 8 días); es decir: un
promedio de 13 personas diarias (contra 1.000 personas diarias que mueren de
diarrea por falta de agua potable, o más de 2.000 por día que fallecen por
hambre). Lo curioso es que, para combatir este flagelo del VIH-SIDA en el
ámbito de la salud, la Casa Blanca utiliza 100 veces menos presupuesto que lo
que emplea para su guerra preventiva contra el “terrorismo”. O hay un error en
los cálculos, o evidentemente la apreciación de los estrategas estadounidenses
se equivoca, puesto que ven una mayor amenaza a la seguridad de la especie
humana en el siempre mal definido e impreciso “terrorismo” que en la pandemia
de VIH-SIDA. O, mucho más crudamente: son unos descarados delincuentes que
trabajan para un proyecto donde lo único que cuenta son los intereses de las
grandes corporaciones de su complejo militar-industrial y petrolero, asegurando
así sus privilegios de clase.
El tema es complejo, y
estamos dominados más que nada por un cargado discurso ideológico que la
manipulación mediática de estos últimos años nos legó: algunos soldados (en
general blancos, rubios, amantes de la libertad y la democracia -y la
Coca-Cola-) suelen ser los “buenos”, y los “terroristas” -que curiosamente no
son blancos…ni toman Coca-Cola- suelen ser los “malos”. Problemático, ¿verdad?
¿Son prácticas “terroristas”
las guerras de guerrillas, las guerras de liberación nacional, las luchas
anticolonialistas? ¿Cuándo empiezan a ser “terroristas” las acciones militares?
Por cierto que el campo conceptual es amplio, difuso, cargado ideológicamente.
Si lo que busca el “terrorismo” es crear conmoción y pavor -según una sesgada
visión-, eso fue lo que logró, por ejemplo, la invasión angloestadounidense en
Irak, a punto que así se designó oficialmente la operación: “Conmoción y pavor”;
y no se la llamó “invasión terrorista”. ¿Quiénes son más “terroristas”: las
guerrillas antiimperialistas latinoamericanas o los grupos musulmanes anti-sionistas?,
¿el ejército israelí o la ETA vasca?, ¿las tropas rusas en Chechenia o los
comandos chechenios en Rusia?, ¿las bombas nucleares que podrían lanzar Estados
Unidos o Israel sobre Irán o los zapatistas de Chiapas?
Una de las bases militares más
grandes de Estados Unidos se encuentra en la llamada Triple Frontera, entre
Brasil, Argentina y Paraguay donde, casualmente, se encuentra el Acuífero Guaraní,
la segunda reserva de agua dulce subterránea más grande del planeta, y donde -también
casual y curiosamente- los servicios de inteligencia de Washington han
detectado escuelas coránicas para formación de “terroristas”. ¿Lo podremos creer?
Como vemos, las posibilidades
que pueden caer bajo el arco de “terrorismo” son por demás de amplias: una
bomba en un restaurante, una emboscada a una unidad de un ejército regular, un
ataque aéreo de un país contra otro, son todas acciones igualmente violentas
(al igual que las corridas de toro, o las peleas de gallo), con resultados
similares: muerte, destrucción, terror en los sobrevivientes. ¿Cuál de ellas es
más “terrorista”? Y por otro lado -quizá esto es lo esencial-: ¿quién las
define como “buena” o “mala”? ¿Por qué después de los ataques “terroristas” en
Francia se dijo que “Todos éramos Charlie”,
y no se dice que “Todos somos palestinos”
después de un bombardeo israelí sobre este pueblo, o “Todos somos afganos, o iraquíes, o egipcios, o sirios”, después de
cada bombardeo de las fuerzas de “la libertad y la democracia” capitaneadas por
el Pentágono sobre alguno de estos países donde, “casualmente”, hay petróleo o
gas en su subsuelo?
Es obvio que el término no es
nada inocente; su utilización arrastra una tácita condena: habría una violencia
legítima -la que puede ejercer un Estado contra otro, o la que ejerce contra
insurrectos que se alzan contra el orden constituido-, y una violencia no
legítima a la que le cabe el mote -profundamente despectivo- de “terrorismo”.
La diferencia estriba no precisamente en una consideración ética (la violencia
es siempre violencia, y ninguna es más “buena” que otra: también es condenable
la del boxeo o la de la corrida de toros) sino en un ordenamiento jurídico que
se desprende, en definitiva, de relaciones de poder. ¿Qué fundamento ético o jurídico
habría para decir que la tauromaquia no es terrorismo entonces? ¿Porque se
trata de animales? La evocación de la tristeza por los franceses masacrados o
la indiferencia por olvidados musulmanes de cualquiera de los países invadidos
arriba mencionados nos remite a la cuestión de quién manda en el mundo, y de
por qué pensamos lo que pensamos: el Esclavo piensa con la cabeza del Amo.
III
El atentado contra las torres
del Centro Mundial de Comercio de New York en 2001 es un acto terrorista, pero
no lo es -al menos así lo presenta la prensa oficial que moldea la opinión
pública mundial- un manual militar como el que citábamos más arriba. ¿Cuál de
las dos lógicas en juego es más “terrorista”? Y si fuera cierto que la
destrucción de esos edificios fue un acto auto-provocado por el gobierno
federal de Washington para justificar su proyecto de guerras preventivas, ¿eso
es terrorismo o no? Es terrorismo de Estado, pero la prensa oficial no habla de
eso. Pinochet, en su lucha contra los “terroristas subversivos”, ¿no era él un
terrorista por los métodos empleados? ¿No fueran las peores expresiones de
terrorismo de Estado las guerras sucias que ensangrentaron los países
latinoamericanos las décadas pasadas? Pero oficialmente esas fueron guerras
“contrainsurgentes” y no “terroristas”. ¿Quién lo dice?
Si lo distintivo de un acto
“terrorista” es la búsqueda de población civil no combatiente como objetivo, el
80 % de los muertos en las guerras habidas desde el final de la Segunda Guerra
Mundial en 1945 a la fecha se encuadra en este concepto; actos, sin duda, por
los que ningún militar ni político ha sido juzgado en calidad de “terrorista”.
Haber lanzado armamento nuclear sobre población civil no combatiente en
Hiroshima y Nagasaki podría considerarse actos terroristas, pero como la
historia la escriben los que ganan, se pueden hacer pasar casi como “actos
humanitarios” que, supuestamente, impidieron más muertes.
Hoy por hoy, en un mundo
absolutamente dominado por los montajes mediáticos, en forma insistente se ha
ido metiendo la idea del “terrorismo” como uno de los peores flagelos de la
humanidad. De manera casi refleja suele asociárselo con maldad, crueldad,
barbarie; y por cierto, en esa visión parcial e interesada, esas prácticas nos
alejan de la civilización supuestamente democrática, presunto punto de llegada
de la evolución cultural (léase: economías de mercado con parlamentos
formales). Dentro de esa lógica hemos terminado por no poder distanciarnos de
la falacia -llevada a grados patéticos por la insistencia de la prensa- de
“terrorismo = malo, estamos contra él o somos un terrorista más”.
Merced al impresionante juego
manipulatorio de los medios masivos de comunicación suele ligárselo a cualquier
forma de protesta, en general conectada con los países más pobres y
postergados. Todo ello, según la concepción que se fue generando, es
intrínsecamente perverso, traicionero, sádico, propio de fanáticos
fundamentalistas. Un “terrorista” -según ese orden discursivo- es un
delincuente subversivo, un apátrida; en definitiva: un monstruo inhumano. Por
supuesto que los autores del manual de la Escuela de las Américas, aunque
inciten a la tortura y a la corrupción, no son “malos”, porque lo hacen en
nombre de la guerra contra el terrorismo, para defender el “modo de vida
occidental y cristiano”.
¿Quién en su
sano juicio podría alegrarse y festejar por la muerte violenta de unos niños,
de una señora que estaba haciendo sus compras en el mercado, de un ocasional
transeúnte alcanzado por una explosión? Pero ahí está la falacia, lo perverso
del mensaje sesgado con que el poder se defiende: se presenta la parte por el
todo, mostrando sólo un aspecto -con ribetes sentimentales- de un conjunto
mucho más complejo. ¿Alguna vez los medios muestran las escenas dantescas que
sobrevienen a los bombardeos “legales” de una potencia militar? ¿Alguna vez se
habla de las monstruosidades propiciadas por la pedagogía del terror de un
manual como el de la Escuela de las Américas? ¿Sufre más una víctima que la
otra? ¿Es más “buena” y “respetable” una violencia que otra? ¿Qué dirán los
toros sacrificados en la arena de una plaza? ¿Y los torturados, masacrados,
violados y silenciados en nombre de la libertad y la democracia? ¿Vale más un
francés muerto por una bomba que un ciudadano sirio?
Está claro que
la dimensión del fenómeno es infinitamente más compleja que la malintencionada
simplificación con que se nos presenta el problema. El maniqueísmo, en
definitiva, ahoga las posibilidades de soluciones reales. Son tan víctimas los
civiles que mueren en un atentado dinamitero hecho por un grupo irregular como
los que caen bajo el fuego de un ejército regular. ¿Por qué los regulares
serían menos asesinos que los irregulares?
El mundo sigue
siendo injusto, terriblemente injusto; la distribución de la riqueza que el
sistema capitalista crea es de una inequidad espantosa. El hambre sigue siendo
la principal causa de muerte de la población mundial, hambre evitable, hambre
que debería desaparecer si se repartiera algo más equitativamente el producto
social que creamos los humanos. Esa injusticia estructural en las relaciones
interhumanas es el principal exterminio que enfrentamos a diario; pero eso no
es la gran noticia, de eso no se habla mucho. Hoy el “terrorismo internacional”
se presenta como el peor de los apocalipsis concebibles, mientras que del
hambre no se habla, o se lo hace desde una óptica de caridad. Pero no podemos
olvidar que por hambre mueren casi 100 veces más personas diarias que por
“actos terroristas”. ¿O habrá que considerar el hambre como terrorismo?
Es por eso que
sigue teniendo vigencia lo que 35 años atrás, en 1981, firmaban numerosos
Premios Nobel como “Manifiesto contra el Hambre”, y que debemos seguir
levantando como principal estandarte por un mundo mejor: “Cientos de millones de personas agonizan a causa del hambre y del
subdesarrollo, víctimas del desorden político y económico internacional que
reina en la actualidad. Está teniendo lugar un holocausto sin precedentes, cuyo
horror abarca en un sólo año el espanto de las masacres que nuestras
generaciones conocieron en la primera mitad de este siglo y que desborda por
momentos el perímetro de la barbarie y de la muerte, no solamente en el mundo,
sino también en nuestras conciencias. […] El motivo principal de esta tragedia es de carácter político.”
Por tanto, el
enemigo y principal amenaza para la humanidad no es el impreciso y siempre mal
definido “terrorismo”; sigue siendo la injusticia, aunque nos hayan querido
hacer creer estos años que estaba un tanto pasado de moda hablar de ella. Y
como dijo el jesuita Xabier Gorostiaga: “Quienes
seguimos teniendo esperanza no somos tontos”, aunque quieran hacernos parar
por tales con los espejitos de colores que nos distraen.