Sobre el juicio a Ríos Montt en Guatemala
Marcelo Colussi
Síntesis
Así como la
violencia engendra más violencia, la impunidad engendra más impunidad. Es por
eso que se torna imprescindible para la vida social establecer sistemas de
justicia que castiguen las violaciones a las normas establecidas. Si no hay
castigo por los asesinatos que se puedan cometer (incluso para la guerra hay
normas: los Convenios de Ginebra), si la impunidad permite todo, entonces
estamos ante el caos, ante la ley de la selva, del más fuerte. En Guatemala
algo de eso está sucediendo: la justicia no existe. La impunidad se ha
impuesto. Pero los crímenes de guerra no pueden quedar impunes, porque con eso
se alimenta el círculo de la violencia, del resentimiento, de la venganza. En
el año 2013, luego de un proceso judicial limpio y con incontrastables pruebas
incriminatorias, el general José Efraín Ríos Montt fue condenado por delitos de
lesa humanidad a 80 años de prisión inconmutables. Por esa impunidad a la que
nos referimos, 48 horas después del veredicto dictado por un tribunal, una
maniobra leguleya le permitió saltar la sentencia y dejar su caso en un cierto
limbo legal, buscándose su amnistía total a partir de juegos políticos
palaciegos. ¿Por qué es importante lograr una condena de hechos que ya están
comprobados como delitos de lesa humanidad, por tanto imprescriptibles? Porque
el respeto a la ley es lo único que puede servir para construir una sociedad
con alguna cuota de paz y armonía. El no respeto a la ley, la impunidad, es la
invitación a más violencia. Estudiar las desapariciones forzadas de personas
puede ayudar a comprender este fenómeno.
Palabras clave
Desapariciones
forzadas, impunidad, contrainsurgencia, clandestinidad, subversión.
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Ver punto 11 del documento
Referencia
archivística: GT PN 24-09-02 S001
Fecha de copia: 23/07/1980
Archivo Histórico de la Policía Nacional
Introducción
“Comprender todo no significa perdonar todo”
Sigmund Freud
La palabra
“reconciliación” es, seguramente, de las más difíciles y problemáticas que
pueda haber en el campo de las ciencias políticas. Pensar la reconciliación en
términos políticos, en términos sociales como parte de un colectivo, de una
gran masa de personas, es tremendamente complejo. Lo es porque, en realidad, la
reconciliación constituye un proceso comprensible -y posible- entre dos partes
cuando se trata de un universo micro: dos personas, una pareja, una familia, un
pequeño grupo.
Cuando se
trata de la complejidad de una sociedad donde son tantas y tan disímiles las
variables en juego, se torna prácticamente imposible pensar en “reconciliarse”.
¿Quién sería, en ese caso, el sujeto de la reconciliación? Si hay tal cosa, a
partir del prefijo “re” eso significaría que hubo originalmente una
conciliación, un estado de relativo equilibrio, que por algún motivo luego se
rompió y ahora se busca re-establecer. En tal caso, re-conciliarse sería volver
a un estado previo de cierta armonía, de paz y concordia.
¿Es posible
eso en una sociedad? Más aún: ¿es posible eso en una sociedad desgarrada por
una guerra interna como la guatemalteca? Sociedad que, en realidad, nunca fue
armónica, sino que está marcada en toda su historia por la más despiadada
exclusión social y por un racismo visceral.
Luego de las guerras viene la
construcción de la paz. La paz nunca adviene espontáneamente: es producto de
complejas transacciones, de reacomodos, de un gran esfuerzo en el más amplio
sentido: económico, político, cultural. Esfuerzo, incluso, en relación a nuevas
conformaciones psicológicas: quien convivió con la lógica de la muerte -eso es
la guerra en definitiva- debe hacer un pasaje, enorme y nunca falto de
problemas, a una nueva cosmovisión. Si hasta el día de ayer, en guerra, se
premiaba por “matar enemigos”, pasar a la lógica en que el día de hoy, ya con
la paz, si se mata se es un asesino, no es tarea fácil. Construir y afianzar la
paz implica no sólo el silencio de las armas: implica enormes cambios en la
mentalidad de quienes combatieron, de quienes estuvieron implicados en esa
dinámica de muerte. Valga para graficarlo un poema del alemán Wolfgang Borchet:
Terminada
la guerra volvió el soldado a casa.
Pero
no tenía qué comer.
Vio
a alguien con un pan, y lo mató.
¡No
debes matar!, dijo el juez.
¿Por
qué no?, preguntó el soldado.**
Salir de una guerra no es sólo firmar
un acuerdo de paz y guardar las armas. En nuestro país eso sucedió hace ya 18
años, pero no se vive en paz. Lejos de eso, el clima de violencia y de zozobra
que atravesamos a diario nos confronta con una situación bélica. La muerte
sigue rondando altiva en cada rincón, y las causas estructurales que
encendieron la mecha de un alzamiento armado no han desaparecido; por el
contrario, podría decirse que se mantienen igual o más fuertes que hace medio
siglo: la mitad de la población continúa por debajo del límite de la pobreza
estipulado por Naciones Unidas y los índices socio-económicos son alarmantes.
Guatemala vivió varias décadas de
guerra interna, y eso aún está presente como mensaje cultural en el colectivo:
quienes la sufrieron, como recordatorio de las peores épocas. Quienes no la
vivieron: como fantasma que ha dejado enseñanzas y, básicamente, ruptura en la
memoria histórica. “eso aquí no pasó”. ¡Pero pasó! Borrar la historia es
imposible. Y peor aún: es enfermizo, porque la historia no se puede borrar.
Somos la historia; querer negarlo trae inconmensurables problemas.
En el marco de la Guerra Fría que
libraban las por ese entonces dos grandes superpontencias, y desde la lógica de
la Doctrina de Seguridad Nacional y combate al enemigo interno, el país en su
conjunto se vio atravesado por un clima de desconfianza paranoica, de muerte y de
terror que marcó todos los rincones del quehacer nacional. Nadie podía escapar
a esas dinámicas. Pero lo peor es que el Estado, supuesto regulador de la vida
nacional entre todos sus habitantes, para el caso de esta guerra no funcionó,
precisamente, como regulador. Tomó parte activa en la contienda siendo
principalísimo actor, pero pasando por encima de toda norma.
Extremando las
cosas, se podría llegar a decir que la “guerra contra el comunismo” lo
justificaba todo. Pero entonces, si se sigue esa línea de argumentación, se
desdibuja la esencia misma del Estado: de regulador de la vida de todos pasó a
ser un actor de la contienda con las manos manchadas de sangre, por lo que la
confianza en la institucionalidad mínima que debería existir, desaparece. El
Estado, paraguas de todos sus habitantes que debería cobijar y defender por
igual la dignidad de todos sus ciudadanos, fue el gran incumplidor de esa
tarea.
El Estado, en los años de la guerra, se
convirtió en un Estado terrorista que mató, secuestró, masacró, torturó,
siempre con fondos públicos, a parte de su población. He ahí la matriz de
cualquier crimen posterior y toda violencia asumida como normal: si quien debía
defender la vida y la dignidad de la vida de los guatemaltecos terminó
asesinando a sus propios ciudadanos, en general apelando a formas clandestinas,
la idea de reconciliación se torna muy difícil si no imposible. ¿Quién se
reconciliaría con quién? ¿Por qué y cómo reconciliarse entonces?
Terminada la guerra, la vida sigue.
Como fue una guerra interna, las partes enfrentadas siguen viéndose la cara en
la cotidianeidad. La vida misma impone la convivencia. Pero eso no es lo mismo
que reconciliación. Quizá ésta es imposible en términos estrictamente masivos:
las mayorías viven, reaccionan, se enfurecen, son manipuladas, pero el término
“reconciliación” no les aplica en sentido estricto. La reconciliación tiene el
sello del discurso político, del acuerdo, de la negociación. Y eso, hoy por hoy
al menos, es producto de acuerdos cupulares. Estampar una firma en un papel no
es, estrictamente, “reconciliar” a las personas. La población que fue víctima
de esos atropellos por parte del Estado contrainsurgente: ¿con quién se debería
reconciliar: con ese mismo Estado? ¿Cómo?
Los Acuerdos de Paz firmados en 1996
establecen determinadas medidas para lograr la pacificación de la sociedad. En
realidad, si algo se cumplió de esos pactos es la desmovilización militar de
ambos bandos enfrentados: las armas se depusieron en muy buena medida, las
fuerzas combatientes fueron desarmadas (el movimiento insurgente) o reducidas
(el ejército nacional). En estos 18 años no volvieron a darse combates. Pero no
hay paz. Muchos menos: reconciliación.
Lograr la
“paz” –concepto tan difícil y problemático como “reconciliación”– no es olvidar
los crímenes cometidos, no es dejar pasar los atropellos y las terribles
violaciones a los derechos humanos mínimos y elementales que se sufrieron
durante la guerra. Está más que probado que la abrumadora mayoría de
violaciones fueron cometidas por el Estado de Guatemala y no por las fuerzas
insurgentes.
En ese
marco, es difícil que la población civil no combatiente que sufrió esos abusos
quiera y pueda reconciliarse. Podrá recibir, como de hecho ha venido
sucediendo, alguna compensación por los daños sufridos. De todos modos, un pago
monetario no puede resarcir –y mucho menos pacificar a quienes sufrieron– los
perjuicios que trajo el conflicto armado. Lograr la armonía social no es
cuestión de “pagar” por los muertos o por las partes dañadas del cuerpo (una
pierna vale más que un dedo, y dos piernas valen más que una sola). Eso puede
ser un elemento importante en el proceso político, necesario quizá, o
imprescindible.
Pero eso sólo no alcanza. Lograr cierta
–entiéndase bien: cierta, no toda– armonía social, consiste en darle
credibilidad a la justicia, a las instituciones que ordenan la vida. Es
devolver la confianza a los mecanismos sociales.
Si la impunidad sigue siendo lo
dominante, si el mensaje que circula por toda la población es de absoluto
desprecio por la legalidad, si se puede hacer cualquier cosa, violar nomas de
convivencia y saltarse cualquier pauta institucional sabidos que no habrá
consecuencias –¿qué otra cosa sino esto es la impunidad?– es imposible
construir una sociedad pacífica y armónica.
En Guatemala
mucho de eso está pasando. La impunidad campea soberbia, altanera. Se puede
violentar cualquier normativa sabiendo que no habrá castigo por ello. Eso,
entonces, alimenta un clima de violencia que no tiene fin. ¿Por qué a 18 años
de terminada formalmente la guerra el país vive un clima de guerra, con 15
homicidios diarios y una cantidad de armas de fuego diseminadas entre la
población, mayor que durante el conflicto armado interno?
El clima de impunidad reinante lo
explica. El Ministerio Público, más allá de las buenas intenciones, reconoce
que la inmensa mayoría de los ilícitos cometidos, nunca son juzgados (¡hasta un
98% queda impune!). Ante eso: ¡se vale todo! Y la impunidad puede presentar
infinitas formas: pagar para obtener un documento público, no cumplir ninguna
norma de tránsito, mandar a matar contratando un sicario, no pagar impuestos,
orinar en la calle, no pasar la cuota alimentaria por parte del padre separado,
etc., etc. La idea en juego es siempre la misma: “me salto las normas porque… no pasa nada si las salto”.
La justicia
tiene un valor simbólico en las sociedades, en la dinámica humana. Se castiga
lo que no debe hacerse, lo prohibido, lo que va en contra del bien común. Así
se educa a un niño (¿para qué le diríamos, si no, que no se meta los dedos en
la nariz, por ejemplo?) o se hace funcionar a todo un país (¿para qué se pagan
impuestos si no?). Los distintos sistemas de justicia existentes en el mundo,
cada uno con sus características propias, buscan fijar las conductas permitidas
y las no-permitidas en cada sociedad. En otros términos: establecen las normas
de convivencia, lo que se puede y lo que no se puede.
Tal como dijo el juez de la poesía
citada: “matar no se puede” (al menos
en tiempos de paz). Si no hay castigo por los asesinatos que se puedan cometer
(incluso para la guerra hay normas: los Convenios de Ginebra), si la impunidad
permite todo, entonces estamos ante el caos, ante la ley de la selva, del más
fuerte.
En Guatemala algo de eso está
sucediendo: la justicia no existe. La impunidad se ha impuesto. Pero los
crímenes de guerra no pueden quedar impunes, porque con eso se alimenta el
círculo de la violencia, del resentimiento, de la venganza.
En el año
2013, luego de un proceso judicial limpio y con incontrastables pruebas
incriminatorias, el general José Efraín Ríos Montt fue condenado por delitos de
lesa humanidad a 80 años de prisión inconmutables. Por esa impunidad a la que
nos referimos, 48 horas después del veredicto dictado por un tribunal, una
maniobra leguleya le permitió saltar la sentencia y dejar su caso en un cierto
limbo legal, buscándose su amnistía total a partir de juegos políticos
palaciegos. Ahora, a comienzos del 2015, se reabre su juicio.
¿Por qué es importante lograr una
condena de hechos que ya están comprobados como delitos de lesa humanidad, por
tanto imprescriptibles? Porque el respeto a la ley es lo único que puede servir
para construir una sociedad con alguna cuota de paz y armonía. El no respeto a
la ley, la impunidad, es la invitación a más violencia.
Para abundar en los motivos que sí
deben tenerse en cuenta para lograr una condena justa –cosa que ya se hizo en
el 2013– y justificar el por qué un Estado no puede ser terrorista, tal como lo
fue el de Guatemala durante varios años, amparado en la impunidad que da el
monopolio de la fuerza, permítasenos presentar ahora este estudio sobre el tema
de las desapariciones forzadas de personas. Esa vergonzosa práctica, de la que
un Jefe de Estado no puede decir que no es responsable –y durante la época en
que Ríos Montt fue presidente de facto, las desapariciones tuvieron altas cotas
en el país– evidencia los motivos por los que toda esa aberración debe ser
castigada.
Extremando las cosas, si se demuestra
en juicio público, con toda la transparencia del caso, que alguien es culpable
de determinado delito, la legislación guatemalteca permite la pena de muerte
cuando las circunstancian lo ameritan. Pero de ningún modo el Estado, en forma
encubierta, puede desarrollar prácticas contrarias a la legalidad como las
desapariciones forzadas de personas, los asesinatos selectivos, la tortura, las
masacres de población civil no combatiente. Los responsables de tales acciones
deben ser debidamente juzgados y castigados porque eso es sano para el
colectivo. Caso contrario, queda abierta la puerta para la más absoluta
impunidad, es decir: el primado de la violencia total. El Estado, por tanto,
debe ser garantía para la vida de todos sus ciudadanos, y no quien la quite
arbitrariamente, enmascarado y apelando a la oscuridad tenebrosa.
Por eso, y no por motivos
“revanchistas”, debe juzgarse a los responsables de prácticas fijadas como
delitos por toda la legislación existente en derechos humanos. Es una cuestión
de salud mental mínima e indispensable que necesitan las sociedades.
A modo de aporte en esta justificación
del por qué no permitir la impunidad, presentamos aquí un muy modesto estudio
sobre la desaparición forzada de personas –desarrollado en parte a través del
Archivo Histórico de la Policía Nacional– considerada un flagrante crimen de
guerra condenado por toda legislación existente, práctica que tuvo lugar
durante la presidencia del referido militar y que va en contra de la paz y la concordia,
tan imperiosamente necesarias en nuestro país hoy día.
La desaparición forzada de
personas como política de Estado
En Guatemala, como parte de la guerra
interna que desangró al país por espacio de casi cuatro décadas, se produjo una
cantidad muy elevada de desapariciones forzadas. Si se compara esa realidad con
otros contextos latinoamericanos donde también se dio el fenómeno de guerras
contrainsurgentes, el país presenta el triste récord en las desapariciones del
continente americano: 46%. (De Villagrán: 2004). Es, a la vez, el país del
mundo que tiene la mayor cantidad de desaparecidos per cápita; presea,
por cierto, nada honorable. Muchas de esas desapariciones tuvieron lugar en la
ciudad capital.[1]
¿Qué pasó
con tantas personas desaparecidas? Aquí es importante aclarar que en el término
mismo de “desaparición” hay un eufemismo interesado o, dicho de otro modo, un
engaño: las personas no desaparecieron, ¡fueron víctimas de una política
sistemática de desaparición!
Por tanto: hay responsables directos
tras todo esto. Puntualmente, fueron capturadas ilegalmente, luego fueron ocultadas
y, casi en su totalidad, eliminadas. Esto no es lo mismo que “desaparecer”. La
idea en juego por parte del Estado contrainsurgente fue: 1) desarticular los
movimientos insurgentes, y 2) enviar mensajes claros a toda la población: “al
que se mete en babosadas… algo le puede pasar”[2].
Efectivamente, algo les pasó: “se los
llevaron”.
¿Para
qué buscarlos hoy?
La presente investigación, si bien no
aporta todos los datos necesarios para localizar a los desaparecidos, puede ser
un importante llamado a mantener viva la esperanza de llegar a conocer, en
algún momento, sobre su paradero y a tomar muy en serio las palabras que
reciben al visitante en el Museo del Horror de Auschwitz, hoy día Polonia, memoria
viva de otro gran drama de la humanidad durante el siglo XX: “olvidar es repetir”.
A casi dos décadas de terminado el conflicto armado interno, las
secuelas de ese cataclismo social aún se hacen sentir. El clima de violencia
que vivimos actualmente, además de las causas históricas que se ligan con una
estructura colonial que se viene perpetuando desde hace siglos, tiene que ver
directamente con el desprecio por la vida y la violación sistemática de los
derechos humanos que se agudizaron durante la guerra interna.
Entre las prácticas deshumanizantes que tuvieron lugar en esos oscuros
años de nuestra historia, la desaparición forzada de personas fue un mecanismo
que se mantiene presente en la conciencia de la población, sirviendo como una
pedagogía de la muerte y del silencio, que aún se hace sentir. Los
desaparecidos siguen siendo una de las heridas abiertas de la sociedad. La
única manera de cerrar esas heridas no es negando lo sucedido, echando un manto
de olvido y dando vuelta la página: es entendiendo qué sucedió buscando los
remedios del caso. Remedios que, para la ocasión, significan: juicio y castigo
a los responsables de esos crímenes y reparación real de las heridas sufridas
(que no se limita a un cheque, lo cual puede ser algo así como “comprar el
silencio” de las víctimas).
El recuento de las víctimas de desaparición forzada en el país arroja un
total que, dependiendo de las fuentes consultadas, oscila entre 32,000 y 50,000
personas (De Villagrán, 2004). En toda América Latina, donde también fue común
ese mecanismo de guerra contrainsurgente en las décadas pasadas, el número de
desaparecidos asciende a 108 mil personas (Ibídem), lo que indica que Guatemala
tiene el porcentaje más alto de desapariciones en América Latina.
La desaparición forzada de personas es un delito de lesa humanidad; así lo consignaron por vez primera en la historia
los Juicios de Nüremberg[3], en 1946, y posteriormente
tanto la Asamblea General de Naciones Unidas, en 1992, como la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA),
en 1994. Como tal, es un delito imprescriptible.
En Guatemala, al igual que en otros Estados latinoamericanos que durante
la Guerra Fría
desarrollaron estrategias de guerra contrainsurgente amparados en la Doctrina de Seguridad
Nacional y combate al enemigo interno, la desaparición forzada de personas jugó
un papel de suma importancia. Sirvió para inmovilizar a las poblaciones
civiles, aterrorizándolas, enviándoles mensajes de control y de inocultables
llamados a la desmovilización.
En concreto, y en el orden de lo psicosocial, la desaparición forzada de
personas es
un acto de violencia extrema, cometido por
agentes del Estado o por personas autorizadas por éste, que se constituye a
partir de la captura ilegal, el ocultamiento deliberado de una persona y la
consecuente pérdida de su presencia física (o material), sin que exista la
posibilidad de establecer con certeza las circunstancias que determinan su “no
presencia física”. Las condiciones de persistencia e incertidumbre que la
acompañan hacen de ella un sutil instrumento de tortura con las consiguientes
secuelas físicas y severas alteraciones a nivel del psiquismo individual y
colectivo. La práctica sistemática de la desaparición forzada implica la
alteración de los sistemas de relaciones sociales y el implantamiento del
terror. (De Villagrán, 2004:2).
En Guatemala, específicamente en la ciudad capital,
desde 1954 se presentaron casos aislados de desaparición forzada de personas;
el fenómeno creció paulatinamente durante las décadas de los 60 y 70, llegando
a su punto más alto al inicio de la década de los 80. En ese momento, la
represión se generalizó y la desaparición forzada se extendió al área rural,
que pasó a ser el principal teatro de operaciones del conflicto armado.
En todos los casos, los operativos urbanos tenían siempre el mismo
patrón: los realizaban grupos de tarea integrados por miembros activos de los
diversos cuerpos del ejército, de los cuerpos élites de la policía y/o por
grupos irregulares adscritos a las fuerzas de seguridad, compuestos por entre 4
y 15 hombres fuertemente armados, operando siempre en la clandestinidad. Generalmente
actuaban bajo el mando de un oficial del ejército vestido de civil, dependiendo
del lugar en que debía realizarse el operativo y de las expectativas que se
tuviera de capturar materiales o equipo. Los miembros de estos grupos se
movilizaban en vehículos particulares, en general sin placas identificadoras.
En todos los casos, actuaban con total impunidad, la misma que existe hoy día,
que se ha venido perpetuando en estos años y que la absolución del juicio del
general Ríos Montt podría terminar de coronar.
Una vez capturada y ocultada la persona, su destino era totalmente
incierto. Y en eso consistía justamente el valor político-ideológico-cultural
de este mecanismo: enviaba un mensaje aterrorizador a la población. Está
demostrado que la desaparición física de alguien sin que se sepa
fehacientemente qué sucedió con la víctima posteriormente, produce alteraciones
diversas en los allegados, que quedan en una espera eterna. El mecanismo
utilizado por las fuerzas de seguridad es perverso: sirve para paralizar a la
población dejando a los familiares y allegados ante la imposibilidad de
elaborar un duelo.
La desaparición de un familiar/amigo/allegado es altamente nociva para
la psicología de quien queda en espera de saber lo acontecido. Los efectos psicosociales
son diversos; entre otros pueden citarse:
·
Alteraciones
inmediatas a la desaparición: en general, reacciones psicosomáticas de distinta
intensidad.
·
Alteraciones
en el mediano y largo plazo: trastornos psicosomáticos crónicos, trastornos
sensoperceptivos y cognitivos tales como dificultades de concentración,
inhibición de la actividad intelectual y disminución general del rendimiento.
·
Alteraciones
permanentes: diversos cuadros afectivos que pueden ir desde la anestesia
afectiva hasta la depresión profunda; trastornos de aprendizaje; trastornos
emocionales diversos (miedo, angustia, impotencia, aislamiento, irritabilidad,
pérdida de control, sentimiento de culpa, desconfianza generalizada);
alteraciones en la percepción (desubicación espacio-temporal).
·
Muchos
otros, algunos no descritos y otros recién identificados.
En definitiva, la desaparición forzada produce una variedad de síntomas emocionales
y cognitivos que inhiben a los directamente ligados con el desaparecido, produciendo
una conducta de miedo y consecuente apatía por los problemas colectivos.
Abordar la problemática creada por las atrocidades sufridas implica una
serie amplia de acciones: intervenciones psicoterapéuticas puntuales en los
casos en que así se requiera, propuestas colectivas organizadas en demanda de
esclarecimiento y aplicación de justicia, recuperación y fortalecimiento de la
conciencia histórica y ciudadana y la demanda de respuestas consecuentes por
parte del Estado.
Entre las recomendaciones dadas por la Comisión para el Esclarecimiento
Histórico se dice, en relación al capítulo de “Desaparición forzada”: “Que el Gobierno y el Organismo Judicial
inicien a la mayor brevedad investigaciones sobre todas las desapariciones
forzadas, para aclarar el paradero de los desaparecidos” (CEH, 1998:32).
Dado que la estrategia contrainsurgente
de desaparición forzada de personas contempla la clandestinidad y la
secretividad, reconstruir lo acontecido implica investigar hechos fragmentarios
y dispersos que requieren de meticulosidad y paciencia, tal como el armado de
un rompecabezas. Pero la tarea se complica, porque aquí siempre faltan piezas.
Hacer ese seguimiento no es fácil; se
trata de una búsqueda detectivesca donde casi no hay pistas. Algunas de las
estructuras y mecanismos funcionales a esa secretividad no han sido
desmantelados y, en muchos casos, aún se esconden al interior de los aparatos
del Estado, dificultando su inmediata remoción. Ninguna administración de las
que ha habido desde la Firma
de la Paz ha
querido/podido desarmar este complejo entramado. La estrategia de las fuerzas
estatales, orientada a no dejar pistas, dificulta avanzar en estos intrincados
laberintos.
Está claro que esas estrategias
funcionaron a la perfección. Como indicaba la Secretaría de la Paz durante el
período presidencial de Álvaro Colom en su análisis sobre la autenticidad del
Diario Militar:
Las estructuras militares en el contexto del
conflicto armado, no actuaron de manera improvisada; siempre se dieron como
parte de un plan que definía las acciones a realizar y señalaba en qué momento
debían cumplirse y contra quiénes. Al relacionar lo que dice el Diario Militar
y examinar los documentos del AHPN, se hace evidente que las operaciones
ejecutadas por las diferentes unidades policiales, en especial la Brigada de
Operaciones Especiales (BROE), DIT y Cuarto Cuerpo, estaban subordinadas a
órdenes emanadas del ejército. (…) Algunos de los casos documentados con información proveniente del AHPN,
evidencian que las fuerzas de seguridad del Estado guatemalteco habían estado
elaborando, a lo largo de varios años -en ocasiones hasta una década-,
detallados expedientes de las personas que, a su criterio, buscaban
desestabilizar al régimen, con el fin de proceder en el momento que
consideraran oportuno y mediante operativos bien planificados, a su captura y
posterior eliminación (Secretaría de la Paz, 2011:134).
Tanto la maquinaria de gobierno al
servicio de la estrategia contrainsurgente, como la clandestinidad en que
tuvieron lugar sus operaciones, pavimentaron el camino para que hoy se haga tan
difícil averiguar lo sucedido. Y mucho más, por supuesto, para hacer justicia.
Como una muestra, téngase en cuenta lo declarado por el encargado de Relaciones
Públicas de la Corte Suprema de Justicia en mayo de 1984 en relación a los
recursos de exhibición personal interpuestos por la Comisión de Derechos
Humanos de Guatemala (CDHG) “sólo causan problemas a la Corte” (Prensa Libre, 25 de mayo de 1984).
Declaraciones como ésta permiten apreciar cómo el sistema judicial funcionaba
al servicio de la impunidad y no de la justicia. Seguir manteniendo eso hoy día,
dejando en el olvido el juicio y condena al general Ríos Montt, o incluso
amnistiándolo, es continuar alimentando ese clima de impunidad, y por tanto,
llamar a más violencia, a más sufrimiento para la población guatemalteca, a más
odio y resentimiento.
Estudiar qué sucedió, saber cómo es la
historia, saber por qué estamos como estamos, es lo único que puede permitir
cambiar el curso de los acontecimientos y buscar algún remedio a lo sucedido.
Negar el pasado, disfrazarlo, intentar olvidarlo no impide que la historia siga
pesando. Las desapariciones de personas durante nuestra guerra interna deben
ser conocidas, analizadas, debidamente procesadas y sancionadas, porque sin
ningún lugar a dudas constituyen crímenes de lesa humanidad.
Las desapariciones forzadas en
Latinoamérica y en Guatemala
Es preciso enfatizar desde un inicio que se usa
el término “desaparición forzada” porque decir sólo “desapariciones” induce a
confusión, puesto que así se llama también a aquellas que no tienen lugar por
motivos políticos de contrainsurgencia. Hoy se escribe mucho sobre el tema
tratando de sepultar el problema no reconocido de las desapariciones forzadas.
Si fueron “forzadas” es porque alguien, un grupo de poder determinado,
se encargó que así sucediera, lo cual confirma la existencia de una política
específica sobre el asunto. Y si hubo tal cosa, hay responsables de carne y
hueso. ¿Puede premiarse acaso con impunidad el haber llevado a cabo esa
criminal política? De ninguna manera. Por eso es importante para la “salud
mental” de la sociedad guatemalteca condenar esos atropellos, para lograr que
nunca más puedan volver a cometerse.
Entre
algunas de las prácticas deshumanizantes que tuvieron lugar en esos trágicos
años de nuestra historia, la desaparición forzada de personas fue una
estrategia que aún está presente en la conciencia de la población,
aterrorizando, sirviendo como una pedagogía de la muerte y del silencio que todavía
se hace sentir.
Los desaparecidos siguen siendo una de
las heridas abiertas de la sociedad que el final de las acciones bélicas, hace ya
cerca de dos décadas, no ha podido remediar. Valen al respecto las palabras de
Lía Ricón:
Siguiendo la
cita freudiana, lo primero que se perdió en la sociedad con desaparecidos es
“el modo como se reglan los vínculos recíprocos entre los seres humanos”. La
pertenencia a una cultura, a un grupo humano cohesionado por una ley, nos
incluye en un discurso que determina los modos de relación de los seres
humanos, supuestamente en la cultura en la que vivíamos estábamos sujetos a una
ley y había un organismo que se ocupaba de hacerla cumplir. (…) [Los] aspectos
defensivos y protectores se pierden en el terrorismo de Estado. (…) Se pasa
bruscamente a una estructura social con leyes que no están en los códigos, con
arbitrariedades por las que no hay a quien protestar. (Ricón, 1992:78).
El recuento
de las víctimas de desaparición forzada en el país nunca podrá ser exacto por diversos
motivos. Hasta hoy y a pesar de múltiples esfuerzos, no existe un ente que haya
sido capaz de centralizar la información y cada organización de búsqueda y/o de
defensa de los derechos humanos tiene cifras diferentes; por otro lado, hay
muchas personas que no se han acercado a estas organizaciones a denunciar la
desaparición de sus seres queridos por miedo y desconfianza.
En Guatemala los datos sobre
desapariciones forzadas arrojan un total que oscila entre 32 mil y 50 mil
personas. A ellas habría que sumar las personas desaparecidas en hechos no
registrados en los informes existentes, de los que no hay cuantificación.
También deberían agregarse las personas aparecidas en los procesos de
exhumación, que no habían sido reportadas.
Por todo ello se puede afirmar que el
número de víctimas del conflicto armado adolece de sub-registros.
Investigadores como Patrick Ball, Paul Kobrak y Herbert Spirer, puntales
indispensables en este trabajo debido a su seriedad y competencia profesional,
lo dicen con claridad.
Según recuerdan estos autores
En octubre de 1993, algunas de las
organizaciones… [GAM, CONAVIGUA, CERJ, CPR] se unieron a otros grupos de
derechos humanos para formar la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos de
Guatemala (CONADEHGUA). En 1996, las organizaciones de la Coordinadora
decidieron conjuntar la información que cada una de ellas tenía sobre
violaciones a los derechos humanos. La tarea fue delegada al Centro
Internacional para Investigaciones en Derechos Humanos (CIIDH), por su
experiencia en tratar el tema. Así, el Centro fue encomendado para estructurar
y analizar la información en una base de datos computarizada. Esta designación
se dio en el marco de las definiciones que CONADEHGUA estableció para apoyar el
trabajo de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH). (…) [Pero] la base
de datos del CIIDH no presenta un panorama completo de la violencia en
Guatemala. (Ball, Kobrak y Spirer, 1999:32).
El Comité Internacional de la Cruz Roja cuenta también
con una base de datos disponible que se suma a los listados dispersos ya
existentes. La abundancia de datos dispersos impide un conteo exacto,
envolviendo el problema en una nebulosa que se presta a críticas y
manipulaciones mal intencionadas.
En toda
América Latina, donde también fue común esa estrategia de guerra
contrainsurgente en las décadas pasadas e igualmente existe subregistro, el
número de desaparecidos se calcula que asciende a 108 mil personas, lo que
indica que Guatemala tiene el porcentaje más alto de desapariciones de toda la
región.
En toda esta
área geopolítica la práctica de desaparición forzada de personas terminó por
convertirse en una estrategia estatal de la política contrainsurgente
dominante, por supuesto no declarada, pero eficaz. Numerosos países la
utilizaron, por ejemplo: Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, El
Salvador, Haití, Honduras, México, Paraguay, Perú y Uruguay.
Según estimaciones de organizaciones
como FEDEFAM (Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de
Detenidos Desaparecidos), Amnistía Internacional y diversos organismos de
derechos humanos, en algo más de veinte años (1966-1986) 90 mil personas en América
Latina sufrieron directamente los efectos de esta política.
Mapa 1. Desapariciones forzadas en
América Latina (1956-1996)
Elaboración de
Felipe Juárez
De acuerdo a la Convención
Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, aprobada por la OEA en
Belem do Para, Brasil, en 1994,
se considera Desaparición Forzada a la
privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuera su forma,
cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen
con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta
de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de
informar sobre el paradero de la persona, con lo cual se impide el ejercicio de
los recursos legales y de las garantías procesarles pertinentes (OEA, 1994).
Por
su parte, el Comité Internacional de la Cruz Roja , en una consideración más amplia,
incluye dentro de su programa “Missing” una idea que va más allá de la
desaparición forzada, y establece que
El término personas desaparecidas debía
interpretarse en un sentido más amplio. Las personas desaparecidas o dadas por
desaparecidas son aquellas de las que los familiares están sin noticias y/o que
han sido dadas por desaparecidas sobre la base de información fiable. Una
persona puede ser dada por desaparecida en muchas circunstancias, como el
desplazamiento, sea desplazados internos, sea de refugiados, la muerte en
acción durante un conflicto armado, o la desaparición forzada o involuntaria
(CICR, 2006).
En la ciudad de Guatemala, con el
recrudecimiento de la represión hacia fines de las décadas de los 60 y los 70,
se produjo una enorme cantidad de desapariciones. En los 80, si bien el
fenómeno urbano no se extinguió, se desplazó en buena medida hacia el área
rural, que pasó a ser el principal teatro de operaciones del conflicto armado.
Los operativos rurales y los urbanos tenían diferentes patrones; en zonas
rurales, las desapariciones van más unidas a las políticas de masacre, donde en
un operativo se barría completamente con toda una población, asesinándola, y
eventualmente dejando algún testigo para que relate lo sucedido. Los operativos
urbanos se realizaban por fuerzas de tarea que se movían coordinadamente en
varios vehículos y hacían desaparecer personas en forma selectiva, previo
estudio e identificación al detalle de las víctimas.
Organismos como la CEH , que estudiaron
profundamente el tema de las desapariciones forzadas, dejaron importantes
recomendaciones encaminadas a procesar las secuelas dejadas por las mismas. Entre
otras cosas, se invita a recuperar la memoria histórica y dignificar a las
víctimas. Tal recomendación sólo muy parcialmente ha sido tenida en cuenta; por
parte del Estado no ha habido investigaciones profundas. Han sido básicamente
los esfuerzos de algunos familiares de desaparecidos(as), de manera aislada o a
través de las organizaciones de búsqueda creadas específicamente con ese fin,
quienes han tomado la iniciativa logrando pequeños avances. Falta aún la
investigación sistemática promovida desde el Estado guatemalteco que permita
conocer el paradero de quienes fueron desaparecidos, contribuyendo a sanar las
heridas aún abiertas.
El fenómeno de la desaparición forzada
de personas en Guatemala, dada su masividad y la impunidad con que se realizó,
puede entenderse sólo en función de una matriz histórica de violación
sistemática de los derechos humanos, de una cultura de impunidad y de una
apología de la violencia y de la muerte que viene marcando a la sociedad desde
hace siglos. Por eso, y no por un espíritu revanchista, condenar a alguien de
carne y hueso que represente esa política tétrica, es un imperativo ético. Dejar
las cosas en el olvido es fomentar la impunidad, y por tanto llamar a nueva
violencia.
Es evidente entonces que el ejercicio
de esta terrible práctica no es producto azaroso ni circunstancial, sino que
forma parte de una muy estructurada política pública. De ahí que, tanto las
desapariciones forzadas de personas como todo el arsenal de recursos utilizados
en esta guerra sucia, si no son debidamente analizadas, conocidas, revertidas,
condenadas como prácticas contrarias a las más elementales normas de convivencia
y solidaridad, perpetúan sus efectos en el tiempo creando un clima de zozobra y
tensión social que hace la vida un calvario.
En Guatemala, hoy por hoy, en muy buena
medida la vida cotidiana tiene mucho de calvario, con los climas de
desconfianza paranoica que se viven, alimentados generosamente por la explosión
de delincuencia que nos envuelve, con la cultura de violencia que lo permea
todo y con los grados de impunidad tan profundos que moldean la experiencia del
diario vivir. De ahí que luchar contra la impunidad tiene un efecto
especialmente reparador, es un camino a la sana convivencia, a la recuperación
de la salud mental que se ha venido deteriorando con la guerra interna y luego
con los niveles de criminalidad tan grandes que nos asolan.
El destino de los detenidos-desaparecidos
La desaparición forzada de personas no
se hacía tanto por razones prácticas para obtener información del “enemigo”
sino que tenía, ante todo, otras características. Entre ellas: es un mensaje
político, una forma de control social para paralizar a una población. Envía un
terrible recordatorio de lo que espera a quien tome un compromiso
político-social, que levante la voz, que ose tener una actitud crítica contra
el estado de cosas.
Cuando ingresaba al circuito de la
desaparición, el mundo perdía todo contacto con él. Durante la detención
clandestina era imposible seguir las pistas de la persona secuestrada. Ningún
recurso de exhibición personal lograba adelantar alguna información, alguna
pista conducente a saber qué había sucedido.
Véase, al respecto, el más que
elocuente Memorándum con que abrimos el texto: “por ningún motivo hay que mostrar el libro de control de detenidos a
los jueces que vienen a practicar recurso de exhibición personal de algún
detenido”. Literalmente: “la tierra se los había tragado”. Lo poco que se
podía llegar a reconstruir era producto de las escasas y fragmentarias
informaciones que circulaban boca a boca entre allegados al desaparecido
(familiares, compañeros de la organización, amigos).
Hoy día,
gracias en buena medida al descubrimiento del Archivo de la Policía Nacional ,
se puede empezar a conocer un poco más esta historia oculta. Pero de todos
modos el rompecabezas sigue siendo muy difícil de armar, por lo fragmentario de
los datos, lo que puede llevar a pensar que esa “confusión” de datos sueltos
obedece a una política trazada específicamente.
Y más aún: cuando se encontraban
cadáveres de personas no identificadas tanto en la vía pública como en
“botaderos” específicos (zonas descampadas, en general en las afueras de las
ciudades), los mismos presentaban laceraciones que complicaban o impedían la
identificación (rostro desfigurado, piel de las yemas de los dedos quemada o
manos cortadas, cuerpos completamente calcinados). Es más que obvio que allí
había una política en juego con personas responsables. ¿Por qué dejar eso en la
impunidad, entonces?
Es difícil,
cuando no imposible, reconstruir con fidelidad los hechos que se sucedieron
luego de cada desaparición forzada. Lo cierto es que, pasadas ya más de tres
décadas de ese momento, son pocos los casos de personas que han reaparecido
vivas. Y no siempre aparecieron los cadáveres de quienes desaparecieron. Todo
indica, obviamente, que en su gran mayoría fueron ejecutados extrajudicialmente.
Incluso el Archivo Histórico de la Policía Nacional ayuda relativamente poco en
saber con exactitud qué sucedió: hay muy poca, casi ninguna información al
respecto.
Por otro lado, los archivos del
ejército nunca fueron puestos a disposición de la población, y como van las
cosas, seguramente nunca se pondrán, por lo que todo apunta a que se pretende
seguir alimentando la impunidad, el silencio, el mensaje aterrorizante: “el que
se mete en babosadas (¿el que piensa y es crítico?) corre riesgo”.
Las ejecuciones clandestinas
(homicidios, lisa y llanamente, realizados en el más total anonimato) no están
asentadas en ningún lado. El secretismo extremo las rodeaba y las sigue
rodeando al día de hoy para completar la idea de que una desaparición forzada implica
la inexistencia o negación del sujeto.
Lo que en la actualidad puede saberse a
partir de algunos casos estudiados es que, si los desaparecidos no morían en
los centros de tortura, eran ejecutados con lujo de violencia, con armas
punzocortantes, ahorcados o asesinados con armas de fuego. En algunos casos,
los cadáveres con signos de haber sufrido violencia extrema antes de la muerte,
eran abandonados, como arriba dijimos, en la vía pública o en ciertos sitios en
la periferia de la ciudad.
Ahora bien: si según los cálculos
existentes (conservadores para más de alguno) se dieron 45 mil desapariciones
forzadas, ¿dónde fueron a parar todos esos cuerpos?
Evidentemente hubo una política
sistemática de ocultamiento de tanta matanza. En algunos casos, los menos, esos
cadáveres aparecían botados; pero en su gran mayoría, no están. ¿Se los tragó
la tierra?
En cierta
forma: sí. El mismo mecanismo de represión alentado desde el Estado
contrainsurgente buscó borrar toda evidencia de lo sucedido. Por lo pronto, una
gran cantidad de cadáveres de desparecidos no está, lo que hace presumir que
esos cuerpos fueron arrojados al mar y/o en el cráter de algún volcán. Y si
efectivamente eso comenzó a hacerse en algún momento, cuando la política se
masificó y la cantidad de cadáveres se hizo enorme, por razones de costo
operativo se prefirió hacer lo más barato: botarlos en fosas comunes
clandestinas.
O igualmente,
más tarde, aparecían en lugares descampados en torno a las ciudades, careciendo
siempre de documentos de identificación, por lo que debían ser trasladados a
las morgues como “no identificados”, para posteriormente ser enterrados en
cementerios públicos como XX.
Oficialmente, por tanto, no había
responsables. Era como que no hubiese sucedido. De todos modos hoy, ya varios
años después de terminado el conflicto armado, la realización de exhumaciones
ha dado como resultado el hallazgo de una buena cantidad de restos de personas
desaparecidas, lo cual indica que sí, efectivamente, hubo planes bien trazados
para llevar adelante esa política. ¿Un Jefe de Estado podría desconocer eso
acaso?
El informe de la Comisión para el
Esclarecimiento Histórico comenta que uno de los aspectos
que caracterizó las aprehensiones de las
víctimas, de modo especial en las áreas urbanas, fue el ocultamiento de la
identidad de los autores en el momento de practicarlas. Son numerosos los
testimonios recibidos por la CEH donde se reiteraba que los responsables
actuaban disfrazados, encapuchados o cubriéndose los rostros con pañuelos. Queda
así descrita una forma de actuación, por parte de los agentes del Estado,
realizada no sólo con el propósito de garantizar la impunidad del hecho, sino
que además constituye uno de los primeros elementos que perseguían: borrar el
rastro del detenido (CEH, 1998:118).
Ante esta absoluta y cerrada
secretividad, ante tamaña política de impunidad, es muy difícil realizar una
búsqueda efectiva de esos miles de cuerpos desaparecidos. Lo fue en el momento
mismo en que sucedían los hechos, cuando arrecia la represión entre fines de
los 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado. Y lo sigue siendo ahora. El
Archivo Histórico de la
Policía Nacional es un instrumento útil en esta búsqueda,
pero no garantiza resultados contundentes, aunque posibilita hacer importantes
seguimientos.
En mayo de
1999 apareció el posteriormente denominado Diario
Militar, importantísimo eslabón para conocer los patrones y las dinámicas
existentes al interior de un centro clandestino de detención. A partir del
contenido del Diario, se sabe que,
aunque clandestinos, existían registros pormenorizados de la captura y el
destino de los desaparecidos y que había un control detallado de su filiación
política.
Como información relevante que puede
otorgarnos, hacer saber que se les mantenía vivos por poco tiempo y registra
(por medio de códigos) las diferentes causas de muerte. En relación a los pocos
sobrevivientes, indica que algunos fueron trasladados a bases militares del
interior de la República y a otros centros de detención clandestina, siendo
contados los casos en que los prisioneros fueron liberados. Curiosamente, según
el Diario, sólo se consigna haber
dado seguimiento a algunas personas que fueron liberadas.
La CEH afirma que “los cadáveres de
las víctimas eran arrojados a ríos, lagos, al mar, sepultados en cementerios
clandestinos, o se les desfiguraba para impedir su identificación, mutilando
sus partes, arrojándoles ácidos, quemando o enterrando los cuerpos o sus
despojos” (CEH, 1998:217).
Así, dentro del informe, se llega a
realizar la afirmación siguiente:
Los crematorios y cementerios clandestinos
eran por lo tanto parte integrante de los centros de interrogatorio, en la
medida que era preciso deshacerse de las personas torturadas y posteriormente
ejecutadas. La disposición de cadáveres, sobre todo en la escala masiva en que
se mataba, era una medida de seguridad de contrainsurgencia para tratar de
evitar que se conociesen los suplicios y asesinatos realizados en los centros
de interrogatorio (CEH, 1998:220).
En la ciudad de Guatemala el cementerio
La Verbena (público) ha cumplido desde hace largo tiempo la tarea de enterrar a
las personas no identificadas; durante los años del conflicto armado esto se
intensificó, pues la cantidad de cadáveres abandonados creció en forma
exponencial. Al día de hoy se estima en varios miles la cantidad de
desaparecidos enterrados como XX en ese cementerio. Buena parte de esos
cuerpos, o quizá la gran mayoría, podría corresponder a los desaparecidos de
décadas atrás. La recuperación de la memoria histórica posible de hacerse a
partir del Archivo Histórico de la Policía Nacional podría llevarnos al
cementerio de La Verbena
como destino final de más de alguna, o muchas, de las personas que se siguen
buscando.
Según los estudios que sobre este
cementerio ha venido realizando uno de los equipos de antropología forense que
ha trabajado por más largo tiempo en el país, la Fundación de
Antropología Forense de Guatemala -FAFG-, se podría pensar que muchas de las
personas desaparecidas fueron enterrados también como XX en distintos
cementerios municipales.
Si bien hace años que existen denuncias
de las desapariciones y que varias organizaciones de familiares de víctimas y
defensoras de los derechos humanos vienen trabajando en el esclarecimiento de
qué pasó, la política contrainsurgente que llevó a cabo el Estado ha buscado -y
sigue buscando- la mayor de las secretividades en el asunto, por lo que esa
búsqueda se entorpece, cuando no queda prácticamente bloqueada. Las
investigaciones antropológico-forenses pueden ser una inestimable ayuda en la
iniciativa.
Conclusiones
·
Teniendo en cuenta que la
desaparición forzada de personas fue una de las estrategias de control
político-social implementada durante el conflicto armado interno -junto a las
masacres con la política de “tierra arrasada” desarrollada básicamente en áreas
rurales, más la guerra psicológico-ideológica de gran envergadura que tuvo
lugar a nivel nacional por todos los medios masivos de comunicación- dejar todo
eso librado a una cuestionable Ley de Reconciliación Nacional que olvidaría
esas atrocidades para, perdonando todo, mirar hacia un “futuro nuevo” (como si
ello fuera posible acaso sin atender a la reparación de esos daños), es un
despropósito. En tal sentido tiene un valor altamente reparador para la
sociedad dañada en sus cimientos con todo esto el juicio (emblemático si se
quiere) de algún o algunos responsables de tanto sufrimiento.
·
Enjuiciar limpiamente -como ya se
hizo en el año 2013- y condenar a una figura icónica de estos planes represivos
del Estado tal como es el general José Efraín Ríos Montt, lejos de ser una
“venganza” política como pretenden algunos sectores de pensamiento conservador,
tiene un alto poder reparador y justiciero, pues puede volver a dar
credibilidad en la institucionalidad estatal y en el sistema de justicia
(hondamente dañados el día de hoy), a la par que funciona como reparación y
dignificación de las víctimas civiles de la guerra interna.
·
La desaparición forzada de
personas respondió a una estrategia estatal perfectamente organizada. Más aún,
obedeció a un plan continental donde, salvando algunas pequeñas diferencias
locales, los patrones de actuación se repitieron en todos los países del área
con casi similar organización, lo que permite concluir que no se trató de algo
sólo coyuntural y reactivo sino que fue un plan bien orquestado que buscó
efectos profundos a largo plazo. Las consecuencias de la estrategia de
desaparición forzada de personas son diversas, pero en todos los casos resultan
nocivas para las grandes mayorías populares. Los principales beneficiados de
esta política de “guerra irregular” o “guerra sucia” son los sectores
dominantes, que por su intermedio pudieron repeler los proyectos de
transformación social que cobraron auge con distintas expresiones de lucha popular
en las décadas de los 70 y los 80 del pasado siglo. Incluso los brazos
operativos que hicieron el trabajo propiamente dicho: fuerzas de seguridad del
Estado y grupos conexos (paramilitares, parapoliciales), si bien acrecentaron
su cuota de poder (tanto político como económico, constituyéndose en un poder
sobredimensionado dentro de la lógica del Estado al que servían y ganando
porciones dentro de la acumulación de riqueza en el concierto nacional junto a
los grupos dominantes tradicionales), finalizada la guerra interna terminaron
desacreditados.
·
En orden a enjuiciar y castigar a
los responsables directos de todas las atrocidades cometidas durante la guerra
interna, debe quedar claro que los ejecutores directos (para el caso que nos
ocupa: el ex Jefe de Estado general José Efraín Ríos Montt) tienen una alta
cuota de responsabilidad en lo sucedido, pero que con ellos no termina el
problema sino que a su vez, tras ellos, deben conocerse los verdaderos factores
de poder para quienes llevaron adelante esas políticas de represión de la
protesta popular.
·
Los efectos de estas estrategias
tienen distintas aristas: a) fueron letales para 45 mil ciudadanos
guatemaltecos, de quienes nunca más se supo nada y que todo indica murieron al
poco tiempo de su desaparición. b) Fueron terriblemente conmocionantes para los
familiares y allegados directos de las personas desaparecidas, en quienes se
alteraron procesos de duelo normal ante el desaparecido, quedando en una
situación de espera eterna, sabiendo por un lado que lo más probable es que su
ser querido esté muerto pero albergando secretamente confusos sentimientos de
verlo reaparecer, todo lo cual produce un cuadro de confusión psicológica que
no cesa con el paso del tiempo. c) Creó una cultura de silencio y sumisión
profundamente enraizada en el colectivo social, donde se instalaron y
apropiaron mensajes de aceptación pasiva de la represión, terminando por
justificar las desapariciones con argumentos deshumanizantes, inhibidores de la
protesta social y provocadores de ruptura y falta de solidaridad en los tejidos
sociales, promoviendo actitudes individualistas: “si se los llevaron, por algo
sería”.
·
Las consecuencias colectivas de
desinterés por lo político, de relajamiento de lazos sociales y salidas individuales
provocadas por las estrategias de desaparición forzada de personas pavimentaron
la posibilidad de establecer, algunos años después de implementadas las
campañas de desapariciones, planes económicos leoninos para las mayorías sin
mayores reacciones populares. Se trató, entonces, de una planificada estrategia
de guerra que con el empleo planificado de acciones que sirvieron como
“propaganda”, como promoción de un mensaje (freno al “comunismo internacional
que quería adueñarse de estas tierras”), estaban orientadas a direccionar
conductas colectivas en la búsqueda de objetivos de control social. Ya
desaparecidas, las personas corrieron suertes muy diversas. En algunos casos se
dieron procesos de “conversión”, es decir: militantes del campo popular y revolucionario
que fueran secuestrados por su ideario contestatario, luego de ser sometidos a
procesos de tortura abandonaron sus posiciones de lucha pasando a sumarse a las
fuerzas de la represión. Ello debe entenderse en el marco de complejos procesos
psicológicos. Es difícil hacer una equilibrada ponderación de esos casos:
¿hasta dónde llegan los mecanismos de adaptación y sobrevivencia y hasta dónde
se pueden saltar barreras éticas? El presente estudio, que no ahonda en esas
temáticas, sólo indica que esa fue una posibilidad entre otras a la que se
enfrentaron los desaparecidos y, de hecho, se comprobó en una cantidad de
casos.
·
Todo indica que la inmensa mayoría
de las personas desaparecidas fueron asesinadas. Por lo pronto, algunas, muy
pocas, aparecieron muertas al corto tiempo de su desaparición. Eso era parte de
la estrategia montada: dejar ver algunos cadáveres, en general con signos de
terribles torturas y con tiro de gracia, lo cual enviaba un elocuente mensaje
al colectivo social: “quien se mete en cuestiones políticas adversas al estado
de cosas, así le va”. El mensaje logró su objetivo: contribuyó a desmovilizar
toda la sociedad, que por aquellos años se encontraba en cierta efervescencia
político-social. Pero de la inmensa mayoría de desaparecidos/as no hay ninguna
información. Todas las hipótesis que se puedan tejer al respecto llevan a lo
mismo: los desaparecidos no fueron mantenidos vivos, siendo casi imposible (por
no decir absolutamente imposible) que estén hoy aún en situación de detención clandestina,
ni tampoco salieron al exilio fuera del país. Por lo tanto, las conjeturas
indican que fueron ajusticiados en forma ilegal. Lisa y llanamente: asesinados
en su gran mayoría.
·
La búsqueda de las personas
desaparecidas se torna extremadamente difícil por una sumatoria de razones,
amparadas todas en la estrategia de base que fue el centro de esa política: fue
una práctica extrajudicial mantenida en el más cerrado hermetismo. A partir de
ello prácticamente no hay pistas valederas: existen muy pocos archivos que
puedan ayudar en la tarea (el de la Policía Nacional es el más organizado, aportando
valiosas informaciones pero no alcanzando de todos modos para resolver todos
los casos). Archivos militares no se han abierto, y nada indica que se vaya a hacer
en lo inmediato. La cantidad de cadáveres no identificados encontrados en la
época más álgida de la represión (1975-1985) fueron inhumados como XX, y recién
ahora, unas tres décadas después, comienzan a ser estudiados, no asegurándose
la posibilidad de identificación en todos los casos. Las fuerzas que llevaron a
cabo estos trabajos se cuidaron muy esmeradamente de no dejar huellas, o
dejarlas muy fragmentariamente, confundiendo así más aún la posibilidad de
seguirlas. La secretividad que marcó todo este capítulo de la historia nacional
no ha desaparecido: ello, entonces, sigue haciendo tremendamente problemático
buscar personas desaparecidas con reales posibilidades de éxito, por la falta
de registros y testigos.
·
Las fuerzas estatales negaron
siempre sistemáticamente la comisión de desapariciones, más allá de toda la
inconmensurable prueba empírica que las desmiente. Eso crea una situación de
polaridad absoluta que aleja toda posibilidad de procesos reconciliatorios en
el seno de la sociedad. Tomando como modelo experiencias de otros países, podría
indicarse que una vía posible para comenzar a cambiar la polaridad post guerra
es ofrecer una amnistía general a quienes llevaron adelante las políticas
represivas a cambio de información precisa sobre el paradero de los
desaparecidos.
·
La puesta en práctica de la
anterior recomendación no va a resolver los problemas estructurales que siguen
afectando a la sociedad guatemalteca y que prendieron la guerra en la década de
los 60, pero puede ser un importante camino para explorar vías novedosas que
bajen algo de la conflictividad social presente o, al menos, los niveles de
dolor que siguen padeciendo los sectores más afectados por el conflicto armado.
·
Hoy quizá se vaya tornando cada
vez más difícil seguir encontrando pistas concretas que lleven a resolver casos
de desapariciones forzadas en forma terminante. Se podrán encontrar, quizá,
algunas osamentas que, con las tecnologías que se dispone en la actualidad
(pruebas de ADN), se logren identificar. De todos modos, aunque sea
relativamente poco lo que pueda identificarse en las fosas clandestinas que se
exhumen, es siempre útil mantener estas búsquedas, porque ello alimenta una
memoria histórica que no se debe dejar morir, en el entendido que “olvidar la
historia abre la posibilidad de su repetición”.
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(2014) “Memoria histórica”, en Esbozos.
Revista de filosofía política y ayuda al desarrollo. Madrid, Julio 14 / N° 10.
* Material aparecido originalmente en la Revista
“Análisis de la Realidad Nacional”, del Instituto de Análisis de Problemas
Nacionales -IPNUSAC- de la Universidad de San Carlos de Guatemala, N° 65, enero
de 2015.
** Traducción del autor.
[1] Los datos con que se alimenta la presente investigación muchas veces
difieren entre sí. Esto se debe a que las fuentes consultadas, muy diversas por
cierto, se desarrollaron durante los mismos años de la represión, con las
dificultades que eso pudo haber traído, a lo que se suma la falta de una
unificación y sistematización rigurosa de todas ellas.
[2] Frase popular interpretada como: “al que cuestiona, al que protesta o al
que se mete en política le puede ir muy mal”.
[3] En los
procesos de Nüremberg se enjuició el Decreto “Noche y Niebla”, puesto en marcha
por el régimen nazi en 1941, el cual estipulaba que
las personas que amenazaran la seguridad alemana en los territorios ocupados
fuesen transportadas a Alemania, donde sería ejecutadas, y para lograr el
efecto intimidatorio deseado, se prohibía entregar información alguna sobre su
paradero. (Documento L-90 Volumen 7 de las actas de los procesos de Nüremberg).