Latinoamérica:
¿va hacia la izquierda?*
Marcelo Colussi
Resumen
En prácticamente toda Latinoamérica, en las décadas de
los años 60 y 70 del siglo pasado, se vivieron procesos de radicalización
política. Las luchas populares estuvieron en auge, y en ese marco aparecieron
numerosos movimientos revolucionarios de vía armada. La década de los 80 marcó
tremendos procesos de represión. La geoestrategia de Estados Unidos estuvo tras
ellos. Luego vienen de la mano planes de achicamiento de los Estados con
furiosas políticas neoliberales, que empobrecieron increíblemente a las
poblaciones. Ya entrado el siglo XXI van apareciendo: 1) por un lado, gobiernos
con un talante socializante, que si bien siguen pagando las onerosas deudas
externas y continúan con las políticas de ajuste estructural, al menos tienen
cierta preocupación social; y 2) movimientos sociales con propuestas
moderadamente antisistémicas, pero que nuevamente retoman banderas de lucha
históricas. El panorama político-social no ha girado a la izquierda, pero hay
un alejamiento de dictaduras fascistas y el discurso de derechos humanos se va
imponiendo. Esto abre interrogantes sobre cuáles son los caminos actuales para
plantearse transformaciones sociales, si es que aún se piensa que son posibles.
Palabras clave
Dictaduras, democracias, pobreza, neoliberalismo,
movimientos sociales.
Abstract
In virtually
all of Latin America, in the decades of the 60s and 70s of last century,
processes of political radicalization lived. Popular struggles were booming,
and in this context were many revolutionary movements of armed struggle. The
80s marked tremendous processes of repression. The geostrategic U.S. was behind
them. Then come together downsizing plans of States furious neoliberal policies
that incredibly impoverished populations. Well into the twenty-first century
are emerging: 1) on the one hand, governments with socializing mood , if still
well paying onerous foreign debts and continue with the policies of structural
adjustment, at least have some social concern; and 2) moderately anti-systemic
social movements proposals, but again retake flags historical struggle. The
political and social situation has not turned to the left, but there is a move
away from fascist dictatorships and human rights discourse is taking hold. This
raises questions about what the current paths to consider social transformations
are, if you still think it is possible.
Key words
Dictatorships,
democracies, poverty, neoliberalism, social movements.
___________
El poder del país se basó ante todo en este hemisferio, a veces llamado
Fortaleza América
Documento de Santa
Fe IV: Latinoamérica hoy.
James P. Lucier, Director de Staff del Comité de
Relaciones Extranjeras del Senado de Estados Unidos
Una historia de
violencia
La región latinoamericana tiene características bastante
peculiares en tanto bloque. Si bien hay diferencias, marcadas incluso, entre
algunas zonas -el Cono Sur con Argentina, Chile y Uruguay es muy distinto a
Centroamérica, por ejemplo; o sus países más industrializados, Brasil y México,
difieren grandemente de las islas caribeñas-, en su composición hay más
elementos estructurales en común que dispares.
Los rasgos comunes que unifican a toda la región son, al
menos, dos: a) todos los países que la componen nacieron como Estado-nación
modernos luego de tres siglos de dominación colonial europea (española fundamentalmente,
o portuguesa); y b) todos se construyeron integrando a los pueblos originarios
en forma forzosa a esos nuevos Estados por parte de las élites criollas. Estas
características marcan a fuego la historia y la dinámica actual del área. En
otros términos: la violencia estructural es una matriz para toda la región, que
sin solución de continuidad se viene manteniendo hasta la actualidad desde hace
cinco siglos.
En un sentido, toda la historia de Latinoamérica en su
recorrido como unidad político-social y cultural, es una historia de monumental
violencia, de profundas injusticias, de reacción y luchas populares. Siempre,
desde las primeras épocas post colombinas cuando puede pasar a ser considerada
una unidad en sí misma, el destino de Latinoamérica estuvo signado a una
potencia externa: España (o Portugal) durante los primeros 300 años posteriores
a la llegada del primer "hombre blanco"; Gran Bretaña luego, ya no
como invasor militar sino a través de mecanismos de sujeción económica. Y desde
mediados del siglo XIX, acrecentándose en forma exponencial en el XX, Estados
Unidos de América.
Todo el siglo pasado fue, en realidad, una profundización
de la doctrina del tristemente célebre presidente estadounidense James Monroe;
es decir, con un país como Estados Unidos convertido en potencia, creciendo sin
parar durante cien años, el subcontinente latinoamericano corrió la maldita
suerte de pasar a ser su "patio trasero" sin que le quedaran muchas
opciones.
En otros términos: desde el momento mismo del nacimiento
de las aristocracias criollas, su proyecto de nación fue siempre muy débil. Estas
aristocracias y "sus" países no nacieron -distintamente a las
potencias europeas, o al propio Estados Unidos en tierra americana- al calor de
un genuino proyecto de nación sostenible, con vida propia, con vocación
expansionista; por el contrario, volcadas desde su génesis a la producción
agroexportadora primaria para mercados externos (materias primas con muy poco o
ningún valor agregado), su historia está marcada por la dependencia, incluso
por el malinchismo.
Oligarquías con complejo de inferioridad, buscando
siempre por fuera de sus países los puntos de referencia, racistas y
discriminadoras con respecto a los pueblos originarios -de los que, claro está,
nunca dejaron de valerse para su acumulación como clase explotadora-, toda su
historia como segmento social, y por tanto la de los países donde ejercieron su
poder, va de la mano de las potencias externas, y desde la doctrina Monroe en
adelante, de Estados Unidos.
Para Latinoamérica todo el siglo XX estuvo marcado por la
referencia al imperio estadounidense. "Los Estados Unidos [...] parecen destinados por la Providencia para
plagar la América de miserias en nombre de la libertad", decía ya en
1829 Simón Bolívar; palabras premonitorias, sin dudas. Los nuevos Estados
latinoamericanos, más allá del sueño integracionista del Libertador, nacieron
divididos, con clases dirigentes entregadas visceralmente a las potencias
extrajeras. La Gran Patria Latinoamericana, popular, con acento indígena y sin
complejo de inferioridad ante la "civilización de los blancos", de
momento al menos, no ha pasado de ser una aspiración. Toda vez que se intentó
algo así, fue brutalmente decapitado.
Las oligarquías nacionales fueron siempre portavoz del
imperio del norte, su gerente, su socio menor. Se dio así una imbricada
articulación entre Washington y aristocracias criollas, donde poder y ganancias
fueron más o menos compartidas. Y para custodiar a ambos actores, ahí
estuvieron las fuerzas armadas nacionales, muchas veces preparadas incluso en
territorio norteamericano. Pero también estuvieron las tropas del norte. Europa,
a regañadientes, debió replegarse de estas tierras, quedándose sólo con
pequeñas posesiones en el Caribe que la despojaron de su papel de potencia
dominante.
En términos generales esa fue la matriz que fijó la
historia del subcontinente durante cien años. Pero no fue una historia pasiva,
donde los dominadores impusieron sus condiciones sin resistencias; por el
contrario, fue una historia de luchas feroces, de violencia extrema, de
sufrimientos extremos. Historia que, por cierto, lejos está de haber terminado.
Desde la suprema violencia inaugural que trajo la conquista europea (genocidio
militar y cultural, con el agregado de la gripe como arma más mortífera que las
espadas o los arcabuces), la violencia ha sido una constante en las relaciones
sociales. Con los tiempos cambiaron sus formas, pero se mantuvo invariable como
rasgo distintivo.
De las primeras rebeliones indígenas a la actual
propuesta del ALBA (Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América)
como proyecto de integración (no salvajemente capitalista), las fuerzas
progresistas han jugado siempre un importante papel. Las izquierdas políticas, entendidas en sentido moderno (con un talante
socialista podríamos decir, marxistas incluso), han estado siempre presentes en
los movimientos del pasado siglo.
De hecho, con diferencias en sus planteamientos pero con
un mismo norte, en casi todas las sociedades latinoamericanas se dieron
procesos populares de construcción de alternativas socialistas, o nacionalistas
antiimperialistas, o reformistas al menos, pero siempre en búsqueda de mayores
niveles de justicia. En algunas llegando a ocupar aparatos de Estado: en Guatemala
con la "primavera democrática" entre los 40 y los 50 con su reforma
agraria, en Chile en la década del 70 con Salvador Allende, Cuba con su heroica
revolución, Nicaragua con los sandinistas, la actual Venezuela y su Revolución
Bolivariana; en otras experiencias, peleando desde el llano: movimientos
sindicales, reivindicaciones campesinas, insurgencias armadas.
Sin ánimo de hacer un pormenorizado estudio de esta
historia, lo que vemos entrado ya el siglo XXI es que la izquierda no está en
franco ascenso (de todas esas experiencias, sólo Cuba y Venezuela siguen con
procesos revolucionarios instalados en el poder estatal). Pero en modo alguno
ha muerto la lucha por mayores niveles de justicia, tal como el omnímodo
discurso neoliberal actual pretende presentar. Es más: luego de la furiosa y
sangrienta represión de los proyectos progresistas de las décadas de los 70/80 del
siglo pasado y de la instauración de antipopulares políticas fondomonetaristas
en los 90, después del derrumbe del campo socialista (con retroceso de la revolución
sandinista en Nicaragua) y un período donde los movimientos por mayores cuotas
de equidad parecían totalmente dormidos, en estos últimos años asistimos a un
renacer de la reacción popular.
¿Estamos entonces realmente ante un resurgir de las
izquierdas, de nuevos, viables y robustos proyectos de cambio social?
Las nuevas
izquierdas
Suele hacerse la diferencia entre izquierdas políticas e
izquierdas sociales. Hay, sin dudas, un cierto retraso de las primeras en
relación a las segundas. Para decirlo de otro modo: los planteos políticos de
fuerzas partidarias a veces han quedado cortos en relación a la dinámica que
van adquiriendo los movimientos sociales. Muchas veces las reacciones,
protestas, o simplemente la modalidad que, en forma espontánea, han tomado las
mayorías, no se ven correspondidas por proyectos políticos articulados
provenientes de las agrupaciones de izquierda. Con variaciones, con tiempos
distintos, pero sin dudas como efecto generalizado apreciable en toda Latinoamérica,
hay un desfase entre masas y vanguardias. Lo cierto es que desde hace algunos
años (podríamos decir desde fines del siglo pasado) la reacción de distintos
movimientos sociales ha abierto frentes contra el neoliberalismo rampante que
se extiende sin límites por toda la región.
Vale destacar que esos movimientos, novedosos en muchos
casos, no se corresponden totalmente con esquemas teóricos de tres o cuatro
décadas atrás. Ahí está, por ejemplo, el despertar de los movimientos
indígenas, o las reivindicaciones de las eternamente postergadas mujeres, que
se constituyen en nuevos sujetos sociales de cambio, con tanto o más empuje que
las reivindicaciones de clase. Lo cual lleva colateralmente (aspecto que no se
abordará aquí) a la revisión crítica de los instrumentos tradicionales de la
izquierda y su lectura de la realidad en términos exclusivos de lucha de
clases. Sólo para dejarlo esbozado: no hay dudas que los conceptos
fundamentales del marxismo, definitivamente válidos en su raíz (lucha de clases
como motor de la historia, apropiación del trabajo de una clase por otra,
plusvalía), necesitan una lectura circunstanciada para la coyuntura actual,
globalizada, hiper informatizada, donde nuevos actores y eternas injusticias
olvidadas (inequidad de género, diferencia Norte-Sur) plantean nuevos
interrogantes.
Toda esta izquierda social ha tenido impactos diversos,
con agendas igualmente diversas, o a veces sin agenda específica: frenar
privatizaciones de empresas públicas, organización y movilización de campesinos
sin tierra, o de habitantes de asentamientos urbanos precarios, derrocamiento
de presidentes como en Argentina, en Bolivia o en Ecuador a partir de masivas
protestas espontáneas, oposición a políticas dañinas a los intereses populares.
Y algo fundamental desde donde empezar a considerar los nuevos tiempos post
Guerra Fría: la suma de todas estas movilizaciones impidió la entrada en
vigencia del Área de Libre Comercio para las Américas tal como lo tenía
previsto Washington para enero de 2005.
El abanico de protestas y movilizaciones es amplio, y a
veces, por tan amplio, difícil de vertebrar. Los piqueteros en Argentina o los
movimientos campesinos con una importante reivindicación étnica en Bolivia,
Ecuador, Perú o Guatemala, el zapatismo en el Sur de México o la movilización
de los Sin Tierra en Brasil,
son formas de reacción a un sistema injusto que, aunque haya proclamado que
"la historia terminó", sigue sin dar respuesta efectiva a las grandes
masas postergadas. ¿Hay un hilo conductor, algún elemento común entre todas
estas expresiones?
Hoy por hoy, diversas expresiones de la izquierda
política -la que en estos momentos es posible: moderada y de saco y corbata,
izquierda que años atrás no sería considerada tal- tienen en sus manos el aparato
de Estado en varios países: Brasil, Chile, Uruguay, Nicaragua, El Salvador, Argentina.
¿Son propuestas de izquierda? ¿Lo era la de la UNE en Guatemala, o la de Manuel
Zelaya en Honduras? También sucede algo por el estilo en Bolivia, con la
propuesta del Movimiento Al Socialismo y su líder Evo Morales (que,
seguramente, está más en sintonía con Cuba que con el Brasil de Dilma Rousseff,
por ejemplo), o en Ecuador, países estos que han osado dar pasos más
comprometidos, pero que no hablan con un lenguaje marxista abierto, planteando
expropiaciones y poder popular como se puede haber hecho algunas décadas atrás.
A todo esto habría que sumar otras expresiones, definitivamente mucho más
intragables para Washington: Cuba y Venezuela (de las que no caben dudas que
abominan del "saco y corbata").
Las posibilidades de transformaciones profundas desde las
estructuras estatales, tal como están las cosas (deudas externas abultadísimas,
creciente presencia militar del imperio en la región), y dada la coyuntura con
que arribaron a las administraciones gubernamentales (voto en elecciones de
democracias representativas, que no es lo mismo que revoluciones políticas
populares), esas expresiones de las izquierdas eleccionarias son limitadas. Más
aún: son izquierdas que, en todo caso, pueden administrar con un rostro más
humano situaciones de empobrecimiento y endeudamiento sin salida en el corto
tiempo. Pero quizá no más que eso.
En modo alguno podría decirse que son
"traidores", "vendidos al capitalismo", "tibios
gatopardistas". Eso, más que análisis serio, es una consigna principista
que no pasa de discurso emotivo falto de profundidad. La izquierda
constitucional hace lo que puede; y hoy, en los marcos de la post Guerra Fría,
con el triunfo de la gran empresa y el unipolarismo vigente -más aún en la
región latinoamericana, histórico "patio trasero" de la superpotencia
hegemónica- es poco lo que tiene por delante: si deja de pagar la ominosa deuda
externa, si piensa en plataformas de expropiaciones y poder popular y si se atreve
a armar a sus pueblos, sus días están contados.
Pero acaso Cristina Fernández viuda de Kirchner, Dilma
Rousseff, Michelle Bachelet o José Mujica ¿hablaron en algún momento de
revolución socialista en sus campañas proselitistas? ¿Levantó alguno de ellos
recientemente las mismas consignas que, cuatro décadas atrás, proponían los
movimientos armados que, sin ningún complejo ni temor, hablaban de comunismo y
de confiscaciones, y a la que directa o indirectamente ellos pertenecían o
apoyaban? Sin ningún lugar a dudas que no. Por eso es demasiado superficial
quedarse con la idea de "traidores".
La feroz represión que vivió toda la región entre las
décadas de los 70 y los 80 en el pasado siglo tuvo un efecto fríamente buscado
por el imperio -en combinación con los factores de poder locales-, y sin dudas
conseguido: amansó al movimiento popular, quebró su resistencia, lo llenó de
terror.
Hoy, con los planes neoliberales que se padecen, aún se
siguen pagando las consecuencias de esa estrategia de terror. Las guerras
sucias que en mayor o menor grado vivieron todos los países latinoamericanos,
con desapariciones de personas, centros clandestinos de detención y tortura,
arrasamiento de aldeas rurales y un reconocido genocidio en Guatemala (180 mil
indígenas mayas muertos, 83% del total de víctimas durante la guerra interna) por
el que se condenó a un ex presidente -luego absuelto-, no pasaron en vano:
lograron desmovilizar.
Si no, no hubiera sido posible implementar las políticas
de ajuste estructural impuestas por los organismos financieros del gran capital
internacional: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Sobre esos
miles de muertos, desaparecidos y torturados -en Guatemala y en toda
Latinoamérica- se domesticó la protesta; de ahí que, en estos últimos años,
aparece esta izquierda bien presentada, de saco y corbata, que prescinde del
incendiario discurso de años atrás y que ve en la labor política en el marco de
las democracias representativas el campo -a veces el único campo- de posible trabajo
político.
¿Un nuevo
escenario o más de lo mismo?
Luego de los años de dictadura y de terror que barrieron
Latinoamérica, el retorno de las raquíticas democracias que tiene lugar para la
década de los 80 puede ser sentido como un importante paso adelante. Aunque
sean democracias de cartón, vigiladas, condicionadas absolutamente, sin la más
mínima posibilidad de alterar la estructura real de poder de cada país, luego
de la monstruosa tormenta vivida con las guerras civiles pueden ser
consideradas como un momento de calma. Y muchas expresiones de la izquierda, por
desconcierto, por agotamiento, por oportunismo o por considerarlas un paso
táctico en una lucha que no se da por perdida, comenzaron a aprovechar esos
resquicios de las democracias formales.
De todos modos debe quedar claro que los sistemas
políticos que brindan esas democracias representativas constituyen un espacio
más, uno de tantos, en una estrategia de construcción revolucionaria, pero no
más que eso, y se debería ser muy precavido respecto a los resultados finales que
las luchas en esos ámbitos pueden traer para una verdadera transformación
estructural.
Los movimientos insurgentes que, desmovilizados, pasaron
a la arena partidista con su actual nuevo perfil de "presentables bien
portados con saco y corbata", no han logrado grandes transformaciones
reales en las estructuras de poder contra las que luchaban armas en mano tiempo
atrás (veamos el caso de las guerrillas salvadoreñas o guatemaltecas, por
ejemplo, o el movimiento M-19 en Colombia. ¿Qué pasará ahí con la
desmovilización de las FARC?: de revolución ya nadie ha vuelto a hablar).
¿Fueron "traidores" sus dirigentes? Insistamos
una vez más (aunque no lo acometamos en este trabajo) con la necesidad de
revisar conceptos básicos del marxismo: ¿qué significa "revolucionar"
una sociedad? ¿Por qué pareciera que es tan fácil, o al menos se repite tanto
la "traición" de las dirigencias? ¿No habrá que replantear -con un
hondo sentido crítico constructivo, obviamente- el tema del sujeto humano y el
poder? ¿Cómo es posible que se reitere tanto esto de las
"traiciones"? Lo cual lleva a pensar que se debe abordar el análisis
con nuevos instrumentos conceptuales; la categoría de "traición",
quizá, sigue estando cargada de la antinomia "bueno-malo",
probablemente desechable.
Lo que está claro es que en el escenario de esta post
Guerra Fría luego del derrumbe del Muro de Berlín, con el papel hegemónico
unipolar que ha ido cobrando Estados Unidos y su plan de profundización de
poderío global, Latinoamérica es ratificada en su papel de reserva estratégica.
Ante la desaceleración de su empuje económico (el imperio
no está muriéndose -al contrario: ¡está muy lejos de eso!- pero comienza a ver
amenazado su lugar de intocable a partir de nuevos actores más pujantes como la
República Popular China, la Unión Europea, una renovada Rusia capitalista), el
área latinoamericana es una vez más un reaseguro para la potencia del Norte,
apareciendo ahora como obligado mercado integrado donde generar negocios, proveedor
de mano de obra barata y fuente de recursos naturales a buen precio (o robados),
por supuesto bajo la absoluta supremacía y para conveniencia de Washington, y secundariamente
de los pequeños socios locales, las tradiciones aristocracias criollas.
De esa lógica se deriva la nueva estrategia de
recolonización lanzada en su momento como ALCA -Área de Libre Comercio para las Américas- que, al no funcionar de ese
modo por la reacción de los pueblos latinoamericanos, se trocó en Tratados de
Libre Comercio bilaterales, o en el CAFTA para el caso de Centroamérica.
En realidad la iniciativa del ALCA, reemplazada luego por estos tratados
bilaterales, representa un proyecto geopolítico de Washington que, aunque
comience con la creación de una zona de "libre" comercio para todos
los países del continente americano, busca en realidad el establecimiento de un
orden legal e institucional de carácter supranacional que permita al mercado y
las trasnacionales estadounidenses una total libertad de acción en todo el continente
americano, en cuenta Latinoamérica como su ya tradicional área de influencia
donde nadie puede entrar ("América
para los americanos" sentenciaba la doctrina Monroe. Del Norte, claro
está). Los marines, por supuesto, son la garantía final para que eso no cambie.
Dicho en
forma muy sintética,
la iniciativa en juego apunta a los siguientes temas básicos: 1) Servicios:
todos los servicios públicos deben abrirse a la inversión privada, 2) Inversiones:
los gobiernos se comprometen a otorgar garantías absolutas para la inversión
extranjera, 3) Compras del sector público: las compras del Estado se abren
a las transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos
se comprometen a reducir, llegando a eliminar, los aranceles de protección a la
producción nacional, 5) Agricultura: libre importación y
eliminación de subsidios a la producción agrícola, 6) Derechos de propiedad
intelectual: privatización y monopolio del conocimiento y las
tecnologías, 7) Subsidios: compromiso de los gobiernos a la eliminación
progresiva de barreras proteccionistas en cualquier ámbito, 8) Política
de competencia: desmantelamiento de los monopolios nacionales, 9) Solución
de controversias: derecho de las transnacionales de enjuiciar a los
países en tribunales internacionales privados.
Según expresara con
la más total naturalidad Colin Powell, ex Secretario de Estado de la
administración Bush: "Nuestro
objetivo con el ALCA es garantizar para las empresas americanas el control de
un territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin
ningún obstáculo, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo
el hemisferio." Llámese ALCA o
como se llame, es innegable que el proyecto está puesto en marcha y está
cumpliéndose a cabalidad.
Más claro: imposible. La política continental de los
grandes capitales estadounidenses, sin importar quién ocupe circunstancialmente
el Ejecutivo (ahora un afrodescendiente “¿medio socialista?”) es mantener a su
histórico patio trasero como reserva estratégica.
Reserva en un sinnúmero de aspectos: mano de obra barata,
mercado para sus propios bienes y servicios, fuente de recursos naturales
(petróleo, minerales estratégicos, agua dulce, biodiversidad de las selvas
tropicales). Para ello esa interminable cohorte de bases militares con
tecnologías de punta que controlan la región. El supuesto combate al “flagelo”
del narcotráfico puede servir como excusa perfecta. ¿O será cierto que la DEA
está terminando con el problema del consumo de drogas? O, también, ¿será real
que estamos a punto de caer en manos de fundamentalistas talibanes que
invadirán el continente?
Pero ahí está justamente la fuerza de las izquierdas,
políticas y sociales: unirse como bloque regional. Y esa unión, incipiente, le
ha resultado un primer obstáculo al imperio. De hecho, los tibios movimientos
integracionistas habidos a la fecha, pero más aún que eso: las movilizaciones
populares anti ALCA, impidieron en su momento -2005- la entrada en vigencia de
ese nuevo mecanismo de dominación continental.
Ante ello la
estrategia del gobierno estadounidense se concentró en la búsqueda de acuerdos
bilaterales, que en definitiva rinde los mismos frutos. En esa perspectiva de
"divide y reinarás" se inscribe la aprobación, a toda costa y contra
viento y marea, de este primer tratado regional con el área centroamericana, "un voto de seguridad nacional" según
declarara el entonces Secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld.
Lo que llevó
a Washington a presionar fuertemente a los gobiernos centroamericanos y a efectuar
un intenso cabildeo en su Poder Legislativo para garantizar la aprobación del RD-CAFTA
consiste no en el volumen comercial en juego en este acuerdo específico (apenas
el 1 % del comercio externo estadounidense) sino en la importancia política de
establecer un freno a un modelo de integración solidaria propuesto por algunos gobiernos
del área, impulsado en su momento básicamente por el ahora desaparecido
presidente de Venezuela, Hugo Chávez.
Según
publicara The Economist el 1 de
agosto de 2005, tanta prisa radicaba "en
los temores que Venezuela obtuviera utilidades del rechazo para aumentar su
presencia en los países de la región, ya que las naciones centroamericanas
podrían inclinarse, de no suscribirse el tratado, por la Alternativa Bolivariana
para las Américas (ALBA) que propician Venezuela y Cuba", [hoy día rebautizada Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América].
Uno de los primeros movimientos
del ALBA fue precisamente el proyecto Petrocaribe, que prevé el suministro de
crudo venezolano a precios preferenciales y con facilidades financieras para la
región centroamericana. Las luces de alarma se encendieron inmediatamente en Washington,
cuando la Honduras de Manuel Zelaya empezó a pensar en su inclusión en esa
iniciativa, de una vez recibió un golpe de Estado. Golpe de Estado soft se le llamó: suave. ¿Interesa si es
suave o cruento para el caso? Cualquier cosa que huela a "popular",
es ya motivo para alarmarse y actuar por parte del país del Norte, dueño
indiscutido de la región. Algo similar con lo que acontece en Guatemala y su
tradicional oligarquía terrateniente con la sola mención de la palabra
"reforma agraria". Sin dudas, la Guerra Fría no ha terminado del
todo.
Junto a este
ariete que coloca el imperio para descartar cualquier iniciativa
integracionista que le pudiera menguar sus posibilidades de rapiña, negoció
igualmente con un grupo de países diferentes tratados bilaterales, al par que
llena toda la región de bases militares. En otros términos: si no surgió
victoriosa -al menos hasta ahora- la estrategia del ALCA a nivel continental,
ahí están esos otros mecanismos alternos de desunión y nueva postración de cada
país.
¿Puede acaso
cada una de las débiles economías latinoamericanas, incluida la más grande del
área, la brasileña, negociar en un pie de igualdad con el gigante del Norte?
Sin dudas que no. ¿Pueden, o quieren, los gobiernos latinoamericanos y las
oligarquías a quienes representan negociar con dignidad, como países autónomos,
y rechazar las imposiciones de Washington? Sin dudas que no. ¿Pueden las
actuales izquierdas en el poder fijar nuevas perspectivas? Eso es, justamente,
lo que abre un nuevo escenario.
Nunca como hoy la estrategia militar hemisférica de la
Casa Blanca ha tenido tan cercado al sub-continente latinoamericano. Si bien es
muy difícil saber con exactitud la cantidad cabal de instalaciones castrenses
de Washington en la región (muchas se ocultan, se disfrazan, no se dan datos
precisos), estudios serios (Rojas Scherer, 2013) hablan de más de 70 bases.
Es obvio que la zona sigue siendo prioritaria para su
política hemisférica. Una de las más grandes y bien equipadas, con 16 mil
soldados, está en la triple frontera argentino-brasilero-paraguaya, donde "casualmente" se encuentra
el Acuífero Guaraní, la segunda reserva subterránea de agua dulce más grande
del mundo. La instalación de esa base en ese estratégico punto tiene como
fundamento, según el discurso oficial de la gran potencia, "la
preocupación del gobierno estadounidense por escuelas coránicas de Al Qaeda que
se habrían detectado en el área". ¿Alguien en
su sano juicio podrá creer ese dislate, o eso simplemente es una ofensa más a
nuestra inteligencia, a nuestra dignidad? "Casualmente"
también, se encuentra el gas boliviano. ¿Puras coincidencias?
A las imposiciones de
"libre" comercio impulsadas por el gobierno de Estados Unidos se unen
las iniciativas militares
de la gran potencia y los nuevos demonios que circulan la región preparando el
escenario para eventuales futuras intervenciones bélicas: la lucha contra el
narcotráfico y contra el terrorismo internacional. A partir de estos nuevos
fantasmas, las fuerzas armadas estadounidenses profundizan su presencia en el
subcontinente. Ahí está el Plan Colombia/Patriota y su intento de extirpar al
movimiento guerrillero colombiano FARC -nunca conseguido, pero que finalmente
forzó la negociación de una salida concertada, llamada eufemísticamente "acuerdos de paz"-, y base
de operaciones para una nada improbable intervención contra la Revolución
Bolivariana en Venezuela (el Plan Balboa, ya listo y a la espera de ser
efectivizado en algún momento).
Todo hace
indicar que en la estrategia hemisférica de Washington se trata de "más de
lo mismo".
¿Hacia una nueva relación
Estados Unidos-Latinoamérica?
Latinoamérica
es la región del orbe con mayor inequidad; sus diferencias entre ricos y pobres
son mayores que en ninguna otra parte. Con los planes de achicamiento de los
Estados y las recetas neoliberales que la atravesaron estas últimas décadas, la
exclusión social creció en forma agigantada: en los inicios de la década del 80
había 120 millones de pobres, pero esta cifra aumentó a más de 250 millones en
los últimos 30 años, y de ellos más de 100 millones son población en situación
de miseria absoluta.
Así como creció la pobreza, igualmente
creció la acumulación de riquezas en cada vez menos manos. La deuda externa de
toda la región hipoteca eternamente el desarrollo de los países, y sólo algunos
grandes grupos locales -en general unidos a capitales transnacionales- crecen; por
el contrario, las grandes masas, urbanas y rurales, decrecen continuamente en su
nivel de vida. Lo que no cesa es la transferencia de recursos hacia Estados
Unidos, ya sea como pago por servicio de deuda externa o como remisión de
utilidades a las casas matrices de las empresas que operan en la región. Las
remesas que retornan son mínimas en relación a lo que se va.
Como
contrapartida de este enriquecimiento de muy pocos, las masas trabajadoras han
retrocedido en derechos mínimos: sus
salarios son equivalentes a lo que recibían 30 años atrás al mismo tiempo que
han perdido conquistas ganadas en décadas de lucha en el transcurso del siglo
XX. Se han envilecido o perdido la estabilidad laboral, la negociación
colectiva, los seguros sociales, el derecho a la sindicalización. Tener trabajo
-aunque sea en condiciones deplorables- ya se considera una ganancia. En el
campo se encuentran situaciones de tanta precariedad como a principios del
siglo pasado y el éxodo hacia Estados Unidos como recurso último de salvación
se agiganta día a día.
En ese marco de retroceso social han
aparecido nuevos elementos, sin dudas ligados indirectamente a las políticas
neoliberales: aumento de la narcoactividad y del crimen organizado, creciente
delincuencia y clima de violencia urbana, explosión de niñez desprotegida que
termina viviendo en la calle. No son infrecuentes los casos de esclavitud
encubierta así como el turismo sexual, las adopciones ilegales de niños por
familias del Norte, las pandillas juveniles armadas y violentas -en muchos
casos, mano de obra del crimen organizado y virtuales "ejércitos de ocupación para las barriadas pobres"-, el
aumento escandaloso del trabajo infantil, todos ellos síntomas de un deterioro
social y humano explosivo.
Ante todo
este desolador panorama -en algún sentido nada distinto en Latinoamérica de lo
que la caída del socialismo soviético permitió por parte del gran capital
transnacional en todas las latitudes del mundo, incluido el Norte
desarrollado-, y después de unos primeros años de repliegue del campo popular
producto del terror dejado por las guerras sucias, vemos en los últimos años
del pasado siglo y en los primeros del presente nuevas oleadas de luchas. Independientemente
que las llamemos "socialistas" o no, son luchas con un claro signo
popular, reivindicatorio, antiimperialista. He ahí el ejemplo más vivaz de la
izquierda social que, como decíamos, no siempre se ve correspondida por las
izquierdas políticas.
El capitalismo actual, absolutamente globalizado y
siempre conducido por la que sigue siendo su potencia hegemónica: Estados
Unidos, necesita cada vez más de recursos energéticos y nuevos minerales para
su aceleradísimo desarrollo tecnológico. De ahí que asistimos a un nuevo
despertar de las industrias extractivas. Minerales estratégicos cada vez más
sofisticados, amén del petróleo y de los recursos hídricos como fuentes
generadoras de energía, constituyen el actual revalorizado nuevo botín en la
mira. Y Latinoamérica, para su propia desgracia, tiene mucho de todo eso.
En relación a eso, una "piedra en el zapato"
que aparece ante ese avance arrollador del nuevo extractivismo está dado por la
defensa de sus territorios que en todo el continente americano están llevando a
cabo grupos locales. De hecho, en el informe “Tendencias Globales 2020 –
Cartografía del futuro global”, del consejo Nacional de Inteligencia de Estados
Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad
nacional de ese país, puede leerse:
A comienzos del
siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países
latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido
la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…)
Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales
y grupos antiglobalización (…) que
podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos
latinoamericanos de origen europeo. (…)
Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del
Amazonas. (Citado por Yepe, 2011).
Hoy,
como dice el portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano
en particular y latinoamericano en general,
"la verdadera amenaza no son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en
especial, los movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica
de Estados Unidos, para el capitalismo como sistema] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los
territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce,
petróleo, riquezas minerales], o sea, de
los pueblos indígenas". (De
Sousa Santos, 2008)
Anida
allí, entonces, una cuota de esperanza. ¿Quién dijo que todo está perdido?
Pasadas las sangrientas dictaduras que asolaron la
región hasta la década de los 80, hoy pareciera repetirse el mismo libreto en
todos los países: fin de las dictaduras, imposición de planes de ajuste
estructural y privatización de empresas públicas, democracias formales ("democraduras", como las
llamó Eduardo Galeano, democracias de cartón). Y con algunas variaciones
puntuales, más o menos en todos los países de la región se repiten los mismos
fenómenos: falta de politización y de lucha ideológica por parte de las
mayorías populares, cultura de la pura sobrevivencia (tener trabajo ya es un
lujo que hay que cuidar a capa y espada), medios de comunicación frívolos y
fútbol a granel, explosión de iglesias evangélicas fundamentalistas y (¡hay que
remarcar fuertemente lo que sigue!):
a)
Explosión de la delincuencia callejera.
b)
Auge imparable de la narcoactividad.
c)
Grupos asociales con fuerte presencia en la
cotidianeidad (pandillas juveniles violentas, "maras" en
Centroamérica, "barras bravas" en el Río de
la Plata).
d)
Linchamientos de civiles a manos de civiles.
Pareciera que hay un guión fríamente trazado para toda
la región. Como dijo el Premio Nobel de la Paz, el argentino Adolfo Pérez
Esquivel: "El único país que tiene un proyecto serio de
integración para el continente es Estados Unidos. Aunque… claro que no es
precisamente la más conveniente para los pueblos de la región". (Diario “Página 12” del 17/5/2002).
Aunque no hay en la actualidad una clara propuesta
articulada de proyecto político transformador -como lo hubo décadas atrás, a
partir del que se desatara la salvaje represión ya mencionada-, las luchas
populares continúan. Es más: en estos últimos años se van viendo incrementadas.
Ya son varios los presidentes -De la Rúa en Argentina, Bucaram, Mahuad y
Gutiérrez en Ecuador, Sánchez de Losada y Meza en Bolivia- removidos de sus
cargos producto de esas movilizaciones al no dar respuestas a los acuciantes
problemas sociales.
Y vuelve a hablarse sin temor de antiimperialismo, de la
política exterior y del gobierno de Estados Unidos como "enemigos".
De todos modos, toda esa efervescencia, por sí sola no constituye un proyecto
revolucionario en sí mismo. Pero es un germen, sin dudas. De ahí que para la
estrategia hemisférica de Washington este alza en las protestas constituye
siempre un foco de preocupación.
Las actuales administraciones políticas con talante izquierdizante a que asistimos en
Latinoamérica (todas las ya mencionadas), sin ser "traidoras" a la
causa revolucionaria en sentido estricto (¿quién y desde dónde dice eso?),
están en una situación ambigua. Llegaron al poder con el voto popular, pero su
proyecto no es gobernar en función de un cambio profundo.
Ninguno de estos presidentes ha hablado, por ejemplo, de
suprimir la propiedad privada de los medios de producción. ¡Ni lo va a hacer!
Eso es sacrílego. De todos modos no son descarnados neoliberales sentados sobre
las bayonetas de dictaduras militares: representan propuestas con una
"tendencia social", con una "preocupación social"
(digámoslo con ese neologismo), y por tanto tienen en el gran capital
estadounidense, les guste o no, su gran enemigo.
Pero su misma ambigüedad no les permite ir abiertamente
contra él. De hecho, en una relación de marchas y contramarchas no exenta de
tensiones, la misma administración de la Casa Blanca ha alabado en más de un
caso a estas izquierdas alineadas (y las seguirá alabando, siempre y cuando
continúen pagando la deuda, no impidan seguir ganando cantidades siderales de
dinero a las empresas estadounidenses y le abran sus puertas a las fuerzas
armadas del Pentágono). Esas izquierdas, si no se quitan el "saco y la
corbata", seguirán siendo bendecidas por el imperio.
Pero hay otras izquierdas que hacen gobierno desde otra
perspectiva: Cuba por ejemplo, o recientemente Venezuela con su Revolución
Bolivariana, en cuyo subsuelo se encuentra -no se sabe si para su beneficio o
para su desgracia- la mayor reserva probada de petróleo, hoy manejada con un
criterio nacionalista y no entregada a las multinacionales de hidrocarburos de
cuño estadounidense.
Justamente por ello ambos países son el blanco de ataque
del gran capital y de todas las administraciones estadounidenses. Jamás serán
bendecidos; al contrario, están en la mira de los cañones imperiales. En el
caso de Venezuela, principal reserva de petróleo del mundo, su situación podría
llegar a resultar trágica incluso (¿un nuevo Irak, una nueva Ucrania?). El
socialismo del siglo XXI y esas reservas son demasiada provocación para la
élite de la gran potencia.
Lo que sí preocupa a Washington, ahora tanto como en todo
el transcurso del siglo XX, es el movimiento popular, la organización de base. Como
lo fueron en su momento las comunidades católicas de base, allá por los años 60
del pasado siglo, inspiradas en la Teología de la Liberación, y para las que
fabricó como antídoto ese monumental proyecto de "iglesias" evangélicas fundamentalistas, fabuloso recurso
distractor de los sectores más empobrecidos y excluidos. Las izquierdas que ocupan aparatos de gobiernos pueden ser
más manejables; las masas, no tanto.
Valga como pequeño pero esclarecedor ejemplo: el tema de
los derechos humanos, que no es precisamente de izquierda, hasta puede ser más
digerible para los poderes. Por eso en Guatemala, más allá de una recalcitrante
derecha que sigue pensando con cabeza de Guerra Fría y Doctrina de Seguridad
Nacional, la embajada puede permitirse estar "más a la izquierda" y pedir, por ejemplo, un Fiscal General no
corrupto (léase reelección de Claudia Paz y Paz), o levantar la voz por la
cultura de impunidad galopante que aún continúa, por lo que se preocupa por la
medida de castigo impuesta contra la juzgadora del general Efraín Ríos Montt,
la jueza Yassmin Barrios. Esas cosas "políticamente correctas" sí las
puede tolerar; las masas organizadas, no.
Por eso, como parte de una política que no ha cambiado en
lo sustancial en los últimos cien años, la opción militar por si las cosas se
ponen "demasiado calientes" nunca
ha desaparecido. Si bien hoy por hoy en la estrategia hemisférica de Estados
Unidos no son necesarias las dictaduras militares como lo fueron durante el
auge de la Guerra Fría con la lógica del enemigo interno, en estos últimos años
las frágiles democracias latinoamericanas han permanecido siempre vigiladas por
la atenta mirada castrense. Pero no la de las fuerzas armadas vernáculas, sino
directamente por militares del norte. ¿Será que realmente las bases militares
estadounidenses están ayudando en algo a los pueblos de Latinoamérica?
Véase, por ejemplo, lo que sucede con la
narcoactividad. En este par de décadas, desde la finalización de las guerras
internas (cada país con su modalidad, con más o menos desaparecidos, con tierra
arrasada en algún lado, con asesinatos selectivos en otros casos, etc.) la "explosión" del tráfico y
consumo de drogas ilegales creció en forma exponencial. Y ahí está el gran país
del Norte con sus planes continentales "ayudando" a combatir el
flagelo. Dicho sea de paso, el consumo en Estados Unidos no baja nunca. ¿Qué
combaten entonces estos planes de ejércitos super sofisticados, si el tránsito
de la droga desde el Sur no se detiene?
Distintos documentos de la política exterior
a largo plazo y planificación estratégica de Washington reafirman tanto su
supuesto derecho a intervenir en la región (su eterno "patio
trasero"), así como la apelación a la acción armada toda vez que lo estime
necesario.
Tanto el Documento Santa Fe IV 'Latinoamérica
hoy' -clave filosófica de los actuales halcones republicanos- como el Documento
Estratégico para el año 2020 del Ejército de Estados Unidos o el Informe
Tendencias Globales 2015, del Consejo Nacional de Inteligencia, organismo
técnico de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), presentan las hipótesis de
conflicto social desde una óptica de conflicto militar, completamente.
La reducción de la pobreza y el
combate contra la marginación recogidas en la ambiciosa (y quizá incumplible en
los marcos del capitalismo) agenda de los Objetivos y Metas del Milenio de
Naciones Unidas es algo que no entra en los planes geoestratégicos del imperio.
Al que proteste, palo; no hay otra respuesta. Y los recursos naturales ubicados
en Latinoamérica (petróleo, agua dulce, minerales estratégicos, biodiversidad
de las selvas tropicales, entre los principales) son considerados como propios
(la Amazonia, por ejemplo es enseñada en algunos textos escolares como "territorio internacional").
Por supuesto que a quien proteste:
también palo. El Plan Colombia/Patriota, las estrategias de Tres Fronteras,
Alcántara, Misiones, Cabañas 2000, la Iniciativa Regional Andina o las 70 bases
militares diseminadas por la región, entre otras cosas, nos lo recuerdan. ¿Qué
hacen tropas estadounidenses en territorio guatemalteco trabajando junto con la
DEA -léase Operación Martillo-? ¿Nos están protegiendo de la nueva plaga
bíblica del narcotráfico, de las organizaciones delictivas internacionales? ¿No
suena esto como la "protección"
contra los fundamentalistas musulmanes de Al Qaeda que, se nos informa, nos
están invadiendo en toda Latinoamérica? (en la Isla Margarita, frente a las
costas venezolanas, la CIA habría detectado grupos de adiestramiento de
"terroristas". Y las maras centroamericanas tendrían vínculos con
estos grupos, según sesudos informes de seguridad. ¿Será cierto?)
El principal enemigo de Washington siguen siendo los movimientos populares, lo que podríamos llamar la izquierda social y no tanto las izquierdas políticas (hoy, al ocupar posiciones de gobierno, fieles pagadoras de la deuda externa y preocupadas, más que nada, por salir en televisión).
Según el referido informe del gobierno estadounidense: "Tales movimientos se incrementarán, facilitados por redes transnacionales de activistas de derechos indígenas, apoyados por grupos internacionales de derechos humanos y ecologistas". El "papel amenazante a la estabilidad regional" (léase: amenaza a los intereses de la oligarquía estadounidense), según esta lógica, está dado por "organizaciones sociales, pueblos indígenas y organismos no gubernamentales de derechos humanos y ambientalistas"; a lo que, como parte de una bien articulada propuesta de manipulación informativa, se suman el "narcotráfico" y el "terrorismo internacional" (¿pandillas juveniles ligadas a Al Qaeda?).
Las actuales izquierdas que gobiernan
algunos países latinoamericanos no son la principal fuente de preocupación del
imperio; pero sí la idea de unión que entre ellas se podría dar. El fantasma de
la integración latinoamericana sí inquieta. Por eso el bombardeo continuo al
ALBA, por ejemplo, que sin dudas representa una seria y sostenible iniciativa en la dirección de la integración
hemisférica con un sentido social.
La misma fue presentada en sociedad por el extinto presidente
venezolano Hugo Chávez en ocasión de la III Cumbre de Jefes de Estado y de
Gobierno de la Asociación de Estados del Caribe, celebrada en la isla Margarita
en diciembre del 2001; se trazan ahí los principios rectores de una integración
latinoamericana y caribeña basada en la justicia y en la solidaridad entre los
pueblos. Tal como lo anuncia su nombre, el ALBA pretende ser un amanecer, un
nuevo amanecer radiante.
La iniciativa se fundamenta en la creación de mecanismos para posibilitar
ventajas cooperativas entre las naciones, que permitan compensar las asimetrías
existentes entre los países del hemisferio. Se basa en la creación de Fondos
Compensatorios para corregir las disparidades que colocan en desventaja a las
naciones débiles frente a las principales potencias; otorga prioridad a la
integración latinoamericana y a la negociación en bloques subregionales,
buscando identificar no solo espacios de interés comercial sino también
fortalezas y debilidades para construir alianzas sociales y culturales.
Como sintetizó
el entonces presidente Chávez el corazón de la propuesta, citado por Javier De
León:
Es hora de
repensar y reinventar los debilitados y agonizantes procesos de integración
subregional y regional, cuya crisis es la más clara manifestación de la
carencia de un proyecto político compartido. Afortunadamente, en América Latina
y el Caribe sopla viento a favor para lanzar el ALBA como un nuevo esquema
integrador que no se limita al mero hecho comercial sino que sobre nuestras
bases históricas y culturales comunes, apunta su mirada hacia la integración
política, social, cultural, científica, tecnológica y física. (En De León: 2005)
"Hay una alianza izquierdista y populista en la mayor parte de
América del Sur. Esta es una realidad que los políticos de Estados Unidos deben
enfrentar, y nuestro mayor desafío es neutralizar el eje Cuba-Venezuela",
escribió en su momento Otto Reich, ex secretario de Estado adjunto para Asuntos
del Hemisferio Occidental, en el artículo titulado "Los dos terribles de América Latina", en la revista
derechista estadounidense National Review.
(Revista National Review del 11 abril de 2005, versión en español de Carlos
Ruiz)
No fue esa sólo la opinión en
solitario de un funcionario de la administración Bush; por el contrario habla
de la verdadera política de los halcones de la Casa Blanca hacia la considerada
su natural zona de influencia, que se sigue manteniendo con independencia del
partido político que esté circunstancialmente sentado en la silla presidencial.
Esas políticas, dirigidas en definitiva por quienes realmente toman las
decisiones, no tienen color partidario. Tienen color verde de los dólares, y
nada más. Hoy día un afrodescendiente ocupa la presidencia: acaso podría
decirse que ¿los negros al poder? ¡Ni remotamente! Los materiales y concretos intereses
de las grandes corporaciones multinacionales fijan las líneas maestras que los
presidentes de turno siguen. Y punto.
Y ahí están las claves de la relación
del imperio con sus súbditos. Una nueva izquierda remozada, que dejó atrás las
armas de la guerrilla, que no habla de confiscaciones y poder popular (porque
no puede, porque se quebró, por ambas cosas, etc.) es tolerable. Incluso, como
parte de las dinámicas del interjuego político, hasta deseable en la lógica de
dominación; es una manera de demostrar que aquellos "sueños
juveniles" del socialismo eran irrealizables, y ahora, sin barba y bien
peinados, o maquilladas y con tacones, estos nuevos funcionarios ratifican
"el fin de la historia".
Pero cuando las relaciones se plantean
de igual a igual, cuando la dignidad no se negocia, vuelven a sonar los tambores
de guerra por parte de la gran potencia. Esa matriz no ha cambiado. La historia
tampoco ha terminado, y de lo que se trata es de ver cómo esa izquierda social
(movimientos indígenas, campesinos sin tierra, desocupados, insurgentes que no
se han resignado, lo que para Washington continúan siendo las "amenazas a
la estabilidad regional", y lo que quede de clase obrera organizada,
movimientos de mujeres, intelectuales progresistas) puede articularse en una
propuesta de integración regional, de Patria Grande.
En un mundo de globalización, de
grandes bloques y políticas a escala planetaria, la izquierda social, la
izquierda desde abajo, popular, sólo unida puede enfrentarse con posibilidades
de éxito al todavía poderoso imperio estadounidense.
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Publicado originalmente en “Revista Análisis de la Realidad Nacional”, Año 3,
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