Marcelo Colussi
Dar a conocer estas reflexiones puede traerme más
problemas que otra cosa. Más aún en un contexto pre-electoral como el que ahora
vive Venezuela. De todos modos las considero imprescindibles. En definitiva,
debatir críticamente con altura y honestidad buscando alternativas y soluciones
a lo que se entrevé como problema es lo mejor que podemos hacer quienes
aportamos desde este siempre mal definido e incómodo papel de la “intelectualidad”.
Siendo quizá ampuloso, podría decir que la pretensión aquí presente no es sino
la de Martín Fierro: “Y si canto de este
modo / por encontrarlo oportuno / no es para mal de ninguno / sino para bien de
todos”.
La derecha podrá encontrar esto como “muy pro Chávez, muy de izquierda”.
Alguien de izquierda lo podrá ver quizá como “reaccionario, haciéndole el juego al imperialismo”. Y un consumado
chavista (en Venezuela) o peronista (en Argentina) lo podrá juzgar como “antipopular”. Pero, insisto: esto no
pretende ser más que una visión crítica de un fenómeno que, además de despertar
esperanzas en todo el campo popular, al mismo tiempo también puede ser peligroso
para quienes aún conservan ideales de transformación social. Una vez más, pecando
de ampulosos y tomando el título de un trabajo de Ricardo Galíndez, de la
organización venezolana Corriente Socialista Revolucionaria - El Topo Obrero, la
idea es que “Alguien tiene que decírselo
al presidente Chávez”.
Pero, ¿qué tiene que decirle? Que la historia pasa
facturas. Expresado de otro modo: hacer la invitación a ver el proceso
venezolano en el espejo del peronismo argentino, salvando las distancias del
caso, por supuesto, pero conservando las notas definitorias.
Cuenta la historia que alguna vez venía por un camino
el vehículo de Lenin, cuando de pronto llega a una bifurcación. El chofer,
entonces, le pregunta al camarada presidente para dónde seguir; la respuesta
fue inequívoca: “ponga la luz de giro a
la izquierda y doble a la izquierda, camarada”. Instantes después llega a
la misma bifurcación Ronald Reagan; preguntado por su chofer qué camino tomar,
la respuesta fue igualmente contundente: “ponga
la luz de giro a la derecha y, por supuesto, doble a la derecha”. Llegado a
ese punto Juan Domingo Perón, ante la pregunta del chofer la salida fue “ponga la luz de giro a la izquierda y doble
a la derecha”. El chavismo está haciendo eso mismo.
II
El peronismo representó una enorme transformación
político-social en la Argentina de mediados del siglo XX. Sin lugar a dudas
cambió la fisonomía del país, llevándolo de nación agroexportadora a potencia
industrial regional, desarrollando una enorme clase obrera urbana con políticas
de beneficio social inobjetables. De hecho, para la visión conservadora de la
oligarquía argentina y para Washington, que para ese entonces ya manejaba los
hilos de toda Latinoamérica, el peronismo resultaba una piedra en el zapato.
Por eso terminaron cortando de cuajo la experiencia con un cruento golpe de Estado
que intentó descabezar al movimiento popular y sindical. El exilio de Juan
Domingo Perón por décadas no hizo más que engrandecer su figura de líder
indiscutido y referente para las grandes masas argentinas, que siguieron siendo
“peronistas”, y lo continúan siendo al día de hoy, más de medio siglo después
de terminado el proyecto popular de los 40/50, momento de mayor participación
de los sectores populares en la apropiación de la riqueza nacional. Hoy, siendo
peronistas también, participan cada vez menos del producto nacional; en otros
términos: están cada vez más pobres.
Sin ningún lugar a dudas ese movimiento
(“Justicialista” en términos oficiales, pero “peronista” en los hechos,
asumiendo así que la figura clave en todo ello era la presencia omnímoda del
general Perón) dejó huellas indelebles en la historia argentina. Con el
peronismo creció la organización popular, la participación sindical, los
beneficios a las grandes masas de trabajadores. Pero había límites: el
peronismo no fue una propuesta de transformación social de raíz. No tocó nunca
–no pretendió hacerlo, por supuesto– la estructura económica de base: no había
un proyecto de expropiación de los medios de producción, control obrero de la
producción, reforma agraria, construcción de una sociedad socialista. El
ideario peronista bien puede resumirse en el ejemplo del vehículo ante la
bifurcación: un discurso medianamente popular (o populista), elementos de
antiimperialismo, pero jamás una crítica real de la estructura económica de
base con propuestas de cambio revolucionario. Utilizando un lenguaje actual
podría llamársele una socialdemocracia.
Salido de escena Juan Domingo Perón, sus “herederos”
entraron en una disputa interminable. ¿Quién es el verdadero heredero de ese
legado peronista? “El pueblo”, como
un tanto ampulosamente dijo el mismo Perón en alguna oportunidad, no. Eso no
pasa de un discurso efectista, mediático. La capitalización política del enorme
potencial que creó el movimiento peronista en varias décadas de dominio de la
escena argentina dio lugar a controversias, duras luchas internas –muchas veces
dirimidas a balazos– y ninguna participación de las grandes mayorías, a no ser
con la emisión de un voto cada seis años en el famélico esquema de las
democracias representativas. Hay peronismo de izquierda, incluso de vía armada,
como fue la organización Montoneros en los años 70 del pasado siglo. También
son peronistas grupos abiertamente fascistas, neonazis, profundamente
anti-judíos y con un lenguaje anticomunista visceral. Son peronistas las
burocracias sindicales de corte mafioso, ligadas a negocios cuestionables, así
como también un empresariado nacional modernizante. En nombre del peronismo un
personaje como Carlos Menem (“¡Síganme.
No los voy a defraudar!” decía en su campaña) introdujo las reformas
neoliberales más profundas de la historia Argentina, ahondando de manera
monstruosa la destrucción del Estado nacional y llevando al paroxismo el
capitalismo salvaje iniciado por la dictadura militar instaurada en 1976. ¿Qué
dejó el peronismo entonces? Las últimas administraciones de los esposos
Kirchner han sido peronistas, y sin la virulencia explícita de las medidas
neoliberales de años atrás, continúan con un proceso de polarización social
empobreciendo más a los pobres, enriqueciendo más a los ricos y aceptando sin
críticas el papel de monoproductor sojero que los grandes poderes mundiales asignaron
al país para los próximos años en su inserción en un mundo global, más allá de
mantener un discurso con tinte social. De hecho, la actual presidente peronista
Cristina Fernández habla explícitamente de un “capitalismo serio” (¿cuál será
el contrario?), mientras el descenso de vida de las grandes mayorías continúa
sin parar.
En definitiva, el peronismo fue un muy intenso proceso
político-social que abrió expectativas de cambio, pero que por sus límites
ideológicos no pudo pasar de ser un huracán que, considerado históricamente, no
cambió nada en la estructura de base. Sin dudas que la historia reciente de
Argentina no puede entenderse por fuera del peronismo, pero eso en sí mismo no
dice mucho en relación a los ideales de transformación. El capitalismo salvaje
está ahí, más allá del discurso reformista que pueda alentar.
III
Terminada la experiencia de socialismo soviético y
derrumbado el muro de Berlín, para la década de los 90 del pasado siglo se
produjo un enorme retroceso en el campo popular a nivel global. Se perdieron
conquistas sociales conseguidas con esfuerzo en décadas de lucha, el capital
avanzó triunfante sobre los trabajadores, las condiciones de vida de las
grandes masas del planeta se empeoraron y la globalización financiera fue
abriendo un nuevo escenario donde parecía que ya no quedaba lugar para la
esperanza de transformación, de un mundo no-capitalista. El descenso en las
luchas populares fue enorme. En medio de ese mar de desconcierto y desesperanza
apareció un movimiento renovador: la Revolución Bolivariana de Venezuela.
En realidad surgió más como sorpresa para propios y
extraños, como rebelión palaciega proviniendo de la casa de gobierno, desde
arriba hacia el pueblo, que como genuino proceso popular desde abajo. Pero ello
no impidió que rápidamente fuera tomando aceptación masiva, y cuando la derecha
–local e internacional– intentó sacarla de en medio, fue justamente la
espontánea y masiva movilización de las masas populares la que la defendió a
capa y espada. En pocos años el proceso abierto por el presidente Hugo Chávez
fue consolidándose como una nueva opción de izquierda. Con un programa de
gobierno amplio, difuso, contradictorio en cierta forma, apoyándose en el Che
Guevara así como en la Biblia, se comenzó a hablar de socialismo del siglo XXI
como una forma de superar los errores del socialismo real, burocrático y
autoritario conocido hasta la fecha. Las esperanzas estaban de regreso. El
campo popular y la mayor parte de la izquierda del mundo saludaron este
movimiento como una buena noticia.
Sin dudas, igual que el peronismo en su momento, las
mejoras sociales se dejaron sentir rápidamente. Sin plantearse como un proyecto
de transformación revolucionaria –el socialismo del siglo XXI sabe lo que no
quiere ser, pero no tiene un programa concreto que lo defina– fueron
apareciendo beneficios para la población que llevaron el proceso bolivariano a
una aceptación muy grande, con alrededor de un 60% de la población venezolana
siguiéndolo con pasión. Esos beneficios eran, en realidad, el resultado de una
más justa repartición de la histórica renta petrolera del país. Todo el proceso
comenzó a girar en torno a la figura cada vez más omnipresente de Chávez.
14 años después de iniciada la Revolución Bolivariana,
el proceso en curso abre muchos interrogantes. En realidad no hay un ideario
socialista genuino, ni del siglo XXI ni de ningún tipo. Es cierto que se han
dado importantes mejoras en las condiciones de vida de la gran masa de
venezolanos, pero siempre desde una óptica socialdemocrática y reformista. La
propiedad privada de los grandes grupos de poder, nacionales y multinacionales,
no se ha tocado, ni nada indica que se vaya a tocar. No ha habido proceso de
reforma agraria. El capital financiero hace sus negocios tranquilamente, y
luego de unos años de relativa bonanza para las mayorías populares, las
condiciones generales de vida no siguen mejorando porque la acumulación
capitalista las frena. En forma creciente la participación de los sectores más
desposeídos en la renta nacional baja, en tanto los sectores económicamente más
poderosos, en cuenta el sector financiero, se tornan más beneficiados. La
producción nacional no se ha diversificado, siendo excesivamente grande la
dependencia de las importaciones (70% de los alimentos, por ejemplo). Se llegó
a hablar, incluso, de “socialismo petrolero”. Sabiendo que los procesos de
transformación del Estado en una revolución socialista nunca son fáciles (el
siglo XX dio varios y ricos ejemplos), en Venezuela, después de 14 años, no hay
una clara ideología socialista que vaya barriendo con los vicios y prácticas
culturales del capitalismo. Por el contrario, la corrupción y el autoritarismo
siguen estando a la orden del día. En muy buena medida el Estado petrolero
sigue siendo un botín para sectores que, amparados en un discurso chavista
vacío, no se dedican sino a hacer negocio.
Todo el proceso depende exclusivamente de la figura
del comandante, lo cual es una debilidad tremenda. No hay opciones de recambio;
no se ha construido un verdadero y genuino poder popular de base. Si faltara
Chávez todo indica –aunque nadie lo reconozca en voz alta– que el proceso muy
probablemente se vendría abajo (¿castillo de naipes?). Distinto a lo que
sucedió en Cuba, donde salió de escena la figura carismática de Fidel Castro y
pese a ello la revolución socialista siguió incólume, en el actual proceso
venezolano todo indica que ello no sería así. Quizá en las próximas elecciones
vuelva a triunfar Chávez con todo su aparato electoral; pero eso debe abrir
importantes cuestionamientos. Siempre “se
está yendo hacia el socialismo”, pero parece que nunca se llega. ¿Cuánto
faltará? ¿Se llegará alguna vez? Los marcos de la democracia representativa son
una camisa de fuerza para transformaciones profundas en la estructura de poder.
Más allá que la derecha presente la Revolución Bolivariana como un “demonio
comunista”, la realidad indica que, igual que el peronismo en sus mejores
momentos, no se va más allá de un planteamiento reformista.
IV
Si bien los momentos históricos del peronismo y del
chavismo son distintos, hay muchos factores comunes que pueden permitir
vincularlos. En ambos casos todo el proceso político-social-cultural en juego
se vertebra en torno a la figura exclusiva del conductor. Sin caer en la
simplificada y maniquea visión de la derecha que ve en ellos “autócratas
peligrosos”, lo cierto es que esa estructura denota, básicamente, una debilidad
estructural. Un proceso político de transformación profunda no puede asentar
sólo en las espaldas de un líder. Eso no es revolución popular. Un líder puede
ser importante, imprescindible incluso; en muchos casos la posibilidad de un
proceso masivo asienta en la presencia de un conductor que puede llevar la
dirección correcta. Ese es un proceso que hay que entender, inclusive, en clave
de Psicología Social. Pero la edificación política de una nueva sociedad derrumbando
viejos esquemas muestra sus límites cuando todo depende de una única cabeza.
Eso es lo más contrario a la idea de revolución socialista. Un genuino
pensamiento revolucionario no puede aceptar la idolatría de un mito, el culto a
la personalidad. Y, aunque no lo vayan a aceptar nunca sus seguidores, eso es
lo que ha sucedido tanto en Argentina como en Venezuela. Es más: en la
Venezuela actual con una elección presidencial a la vuelta de la esquina,
podría parecer inadecuado decir esto justo en este momento. Pero ¿y la
autocrítica? ¿Debemos seguir dejando las cosas importantes en nombre de las
urgencias?
La izquierda argentina no estuvo con el peronismo en
el momento de su explosión popular en la década del 40-50 del siglo pasado. Por
eso mismo fue considerada –al menos desde las filas peronistas– como
“antipopular, reaccionaria, gorila”. Esto no quita, por supuesto, el análisis
crítico del papel que jugó esa izquierda, que no fue el de promover el avance
popular precisamente; en Argentina la izquierda no apoyó nunca al peronismo.
Algo distinto sucede en la Venezuela actual: la izquierda, en términos
generales, apoyó el surgimiento del movimiento bolivariano y se ha sumado al
proceso. Pero, al igual que lo sucedido en la historia del peronismo, al surgir
voces críticas al chavismo provenientes de genuinos planteamientos de izquierda,
se corre el riesgo de ser consideradas –desde el chavismo, claro está– como reaccionarias
y haciendo el juego a la derecha. Y ahí radica un problema mayúsculo. La fuerza
pasional de estos movimientos es tan grande que divide las aguas
irremediablemente en “seguidores” y “enemigos”. La construcción de alternativas
a los modelos sociales vigentes es algo infinitamente más compleja que “amor” u
“odio” por el líder. Pero en esas dicotomías sin salida cayeron ambos movimientos:
“o están conmigo o están con el imperio”,
llegó a decir Chávez. Eso puede ser tan cuestionable (¿peligroso?) como aquel “¡Viva el cáncer!” pintado con odio
visceral en alguna pared de Buenos Aires cuando la enfermedad mortal de Eva
Duarte.
Sin dudas la movilización masiva de tantas voluntades
es algo que inquieta a la derecha, a las posiciones conservadoras, a todo aquel
que teme a los pueblos en movimiento. Por eso ambos procesos despertaron inmediatamente
grandes temores en las clases dirigentes. Si bien ninguno de ambos –más allá de
declaraciones más pirotécnicas que reales: “socialismo nacional” pudo llegar a
decir el peronismo, “socialismo del siglo XXI” el chavismo– se planteó como
verdadero proceso de transformación radical del modelo social vigente, los dos
fueron vistos como potenciales enemigos de clase para los sectores dominantes.
Lo curioso es que en los dos se dieron procesos ambiguos, confusos, “perversos”
si se lo quiere ver de otro modo (luz de giro para un lado doblando en realidad
hacia el otro): con discursos que llaman a la movilización popular, permitieron
al mismo tiempo la continuidad del sistema capitalista, y más aún, el
surgimiento de empresariados afines: burguesía nacional industrial en
Argentina, empresas bolivarianas en Venezuela. Pero más allá de retruécanos y
crípticos juegos de palabra, el capitalismo es capitalismo, no importa de qué
siglo, y es siempre capitalismo, no importa si “serio” o poco serio. La
explotación del trabajo de los verdaderos productores de riqueza, los trabajadores,
siguió inalterable.
Buenos, regulares o malos programas de asistencia
social pueden ser útiles en algún momento, pero no cambian la situación de
base. Y si bien para posiciones conservadoras ver las plazas llena de
“cabecitas negras” o “tierrúos” felices y contentos por ser tenidos en cuenta
puede producir escozor, lo que cuenta en términos políticos finalmente es el
lugar real de esas masas en la estructura socioeconómica. Una cosa es la plaza
llena de gente vitoreando al líder (que es lo que pasó en ambos movimientos);
otra es el control obrero y campesino de la producción, las asambleas de base,
las milicias populares armadas.
V
Ambos procesos, en su momento, significaron grandes
posibilidades para iniciar procesos profundos de cambio social. El peronismo,
sin dudas, transformó la historia de Argentina. Pero al día de hoy, muchas
décadas después de esa explosión popular que barrió la sociedad argentina a
mediados del siglo XX, su influencia como fermento transformador es absolutamente
inexistente. Se podría preguntar si se perdió una gran oportunidad histórica
para cambiar el país y caminar hacia una sociedad más justa. La respuesta no es
fácil; en realidad, el movimiento justicialista daba para todo: para
desarrollar un empresariado nacional con aspiraciones de potencia regional
(Argentina, por décadas, jugó el papel de potencia en Latinoamérica, con una
considerable producción industrial), para cobijar grupos pro nazis
visceralmente anticomunistas, para alzar planteos de tinte socializante y
antiimperialista, para desplegar negocios mafiosos a la sombra de la estructura
estatal. Qué habrá tenido en su cabeza Juan Domingo Perón es difícil de decir.
Y el solo hecho de plantearlo así ya marca un límite insalvable: ¿acaso todo el
proceso político-social en Argentina dependía de lo que pensaba el líder? Los
procesos políticos de cambio tienen que incluir a las mayorías como actor
efectivo, no sólo para llenar plazas. Confiar ciegamente en un líder no es,
precisamente, el fomento de la mejor ética posible.
La Argentina, años después de haberse visto dividida
tajantemente entre peronistas y antiperonistas, retrocedió en términos
socioeconómicos. De ser la primera economía regional con una producción que
representaba el 50% del producto interno bruto de Latinoamérica para la década
de los 60 del pasado siglo, hoy es la cuarta economía, viviendo un proceso de
pauperización que no para, habiendo perdido la gran mayoría de los logros
sociales obtenidos en años de lucha. Y lo más dramático: mucho de ese retroceso
se hizo también en el marco de administraciones peronistas. Decir que “eso no
era peronismo” es, también, un juego de palabras. ¿Qué fue (o es) el peronismo
entonces? El paso a la revolución socialista, al poder popular, a la sustantiva
mejora de las condiciones de vida de la población, parece que no. ¿Un partido
más que entra en el juego de la democracia representativa? Quizá eso, y no más.
Hoy, en el contexto actual de descenso de las luchas populares, de pavorosa
presencia neoliberal y achicamiento de los Estados nacionales, podría llegar a
decirse que es… “¿lo menos malo?”.
Difícil precisar qué es lo “menos malo”, pero si así
fuera (cosa que no aseguramos, por supuesto, y que nos llevaría por otros
derroteros igualmente complejos, o quizá más complejos aún), eso no hace más
que marcar el retroceso fenomenal que ha tenido el campo popular. ¿Apoyar lo
menos malo? Triste, patético, bochornoso. ¿Ese podría ser acaso el programa de
acción de un auténtico planteamiento socialista de transformación social? Por
supuesto que no.
¿Qué es –y qué podrá terminar siendo– el chavismo?
¿También lo “menos malo” dentro del panorama político de Venezuela? Una vez
más: ¡terrible, patético! ¿Cultura de la resignación entonces?
Definitivamente las ideas de cambio social por vía
revolucionaria, con el pueblo en la calle movilizado –caso Rusia, China, Cuba o
Nicaragua en sus respectivos momentos– hoy parecieran haber salido de escena. A
nadie se le ocurre plantearlas. Es más: parecen rémoras de un pasado remoto,
lejano, ido para no volver. En todo caso, las izquierdas –en muy buena medida
al menos– están dedicadas hoy a las prácticas electorales. Sin quitarles a esa
instancia su relativa importancia como un posible frente más de lucha, todo
indica que la vía electoral dentro de los estrechos marcos de las democracias
formales no lleva muy lejos. Experiencias al respecto sobran. ¿Pretenderá la
Revolución Bolivariana cambiar las estructuras de base de esa manera? Si la
apuesta es sí, parece que las cosas no van muy viento en popa, pues se pueden
ganar elecciones, pero dentro de esos marcos hay límites insalvables para
construir alternativas novedosas. “Es una
locura hacer la misma cosa una y otra vez
esperando obtener diferentes resultados”, nos enseñó Einstein. Por cierto:
no se equivocaba.
En el
momento político actual, a muy pocos meses de las elecciones, levantar críticas
en relación al proceso venezolano podría entenderse como peligroso, no
pertinente. Más aún, no faltará quien diga que eso es “antirrevolucionario,
hacerle el juego a la derecha y al imperialismo”. ¡Una traición a la causa! en
definitiva. Sería, según cierto criterio al menos, “darle servida a la derecha
una posible derrota”. Sin embargo, valen aquí más que nunca las palabras de una
genuina revolucionaria como Rosa Luxemburgo cuando decía que una revolución es
como una locomotora cuesta arriba: mientras el motor siga funcionando, aunque
sea con esfuerzo, avanza. Pero en el momento en que el motor se detiene,
irremediablemente comienza a descender. Y la única posibilidad real de seguir
construyendo alternativas en un proceso revolucionario es siendo autocrítico,
avanzando hacia adelante. El “¡Ordene mi
comandante!” no puede servir para esto.
Es probable
que el chavismo (que no es lo mismo que la revolución socialista) vuelva a
triunfar en octubre. Todo indica que, de hacerlo, se seguirá manteniendo el
histórico 60% de adeptos contra el 40% de antichavistas. Saludamos ese posible
triunfo, y eso sin dudas mantiene la posibilidad de seguir haciendo avanzar la
locomotora. Pero viendo que ese avance es demasiado lento, que no llega nunca,
que llega muy mediatizado, con tremendos problemas –no sólo por los ataques
reales de una derecha conservadora y profundamente antipopular–, que a 14 años
de iniciado el proceso hacia el socialismo no se pasa de declamaciones, en
tanto el gran capital sigue haciendo felizmente sus negocios, se hace necesaria
una genuina visión autocrítica. ¿Todo depende sólo del ataque del imperialismo?
La
Revolución Bolivariana aún puede ser una esperanza para el campo popular, para
los venezolanos por supuesto, y para todos los que quieran/puedan mirar ahí un
ejemplo a seguir. Por eso mismo, para rescatar ese espíritu revolucionario que
por allí aún puede andar, es necesario no dejar de mirarse en el espejo del
peronismo argentino. ¿Para dónde va la revolución en Venezuela: para el poder
popular o para las maletas cargadas de dólares pasadas de contrabando? ¿Para
dónde camina el proceso: hacia la profundización de ideales socialistas –que no
tienen calificativo de siglo: XIX, XX o XXI, no importa– o hacia un
“capitalismo serio”? (empresas bolivarianas, boliburguesía). ¿Es realmente
esperanzador aceptar la postura de “lo menos malo”? Pensar que los líderes
(Perón o Chávez) son los super héroes infalibles y los atrasos en la
construcción del paraíso se deben a sus entornos obstaculizantes, corruptos y
malignos es, cuanto menos, ingenuo.
Si es cierto
que la historia debe servir para aprender de ella y no repetir errores, sería
muy pertinente mirarse en el espejo del peronismo argentino: mirar la
movilización popular que rescató a Juan Domingo Perón en aquel heroico octubre
de 1945, similar al ferviente abril de 2002 en Caracas y la movilización que
evitó el golpe de Estado, pero no en los políticos “profesionales” que hicieron
una acto de fe aquello de “de la casa al
trabajo y del trabajo a su casa”. Si el peronismo tuvo algo de
revolucionario, fue por el llamado a la movilización de los “descamisados”, por
los “cabecitas negras” tomándose las plazas, así como en Venezuela el chavismo
significa que el país “ahora es de todos”, por lo que las fuerzas conservadoras
tiemblan, porque con eso huelen revolución. Pero cuidado: el peronismo pudo
terminar avalando el “capitalismo serio”. ¿En eso terminarán las “empresas
bolivarianas”? No dejemos nunca de tener presente el relato con el que empezó
este escrito: ¿para dónde ponemos la luz de giro y para dónde giramos
realmente?