Marcelo Colussi
La invocación a la paz es algo tan viejo
como el mundo; nadie en su sano juicio
la puede desechar o rechazar abiertamente. Nadie deja de hablar de ella como un
bien positivo en sí mismo. La historia, por cierto, muestra una interminable sucesión de
invocaciones a la paz… pero al
mismo tiempo, la historia también es una interminable sucesión de guerras,
de negación sistemática de la paz,
de situaciones
donde lo que prima es el más descarnado enfrentamiento con su secuela de
sufrimiento y pérdida de la dignidad.
Extraer de todo ello la conclusión que habría una “esencia guerrera” en lo humano que nos
condena fatalmente al conflicto violento (“el hombre como lobo del propio hombre”), puede ser apresurado. O, en todo caso, habría que matizarla: la convivencia
pacífica sigue siendo una
aspiración, por lo que se ve, siempre
bastante lejana, ¡pero sin dudas válida! ¿Es quimérico pensar y buscar un mundo menos
violento que el que conocemos? No lo sabemos. No importa incluso. Lo que
debe impulsarnos es una ética de la justicia. Esas búsquedas son como las
estrellas: inalcanzables en un sentido, pero nos marcan el camino.
Por cierto,
la discusión en torno a estos temas está
abierta desde hace largo tiempo; la filosofía, la política,
el arte en sus diferentes
expresiones, las ciencias sociales
vienen preguntándose todo esto incansablemente
desde el inicio de los tiempos.
No hay ninguna
duda que la
sola constatación de la vida cotidiana o de la historia, en cualquier momento y
en cualquier punto del planeta, nos muestra que la guerra y la conflictividad
en sentido amplio son un molde de las relaciones humanas. “Si quieres la paz prepárate para la guerra”, alertaban
los romanos del Imperio hace más
de dos milenios; quizá con demasiado cinismo, quizá con profundo conocimiento
de la condición humana, la invocación
no parece descabellada. Esa
“preparación”, que no es sino el desarrollo
del componente bélico en cualquiera de sus innumerables aristas, ha sido y continúa siendo el sector más
acrecentado, dinámico –y hoy día: lucrativo– de los seres humanos.
Se dijo
mordazmente que lo primero que hizo el
ser humano cuando sus ancestros bajaron de los árboles y comenzaron a caminar
erguidos fue un arma: una piedra
afilada. Lo cierto es que desde ese primer Homo Habilis hace
dos millones y medio de años hasta la increíble
parafernalia armamentística actual (que implica un gasto de 30.000 dólares por segundo), la industria de la
guerra no se ha detenido nunca. Hoy disponemos de los medios
técnicos para hacer volar el
planeta varias veces, provocando
una onda expansiva que llegaría
hasta la órbita de Plutón (portento técnico que, sin embargo, no impide que
siga muriendo gente de hambre o que haya enormes cantidades de seres humanos en
la miseria). Es evidente que la
paz se resiste, que la violencia
no nos es ajena.
Las
relaciones entre los seres humanos no siempre son necesariamente armónicas. La
pretensión iluminista de “igualdad” y “fraternidad” muchas veces no pasa de
aspiración. Por otro lado, el llamado al amor, a la paz y la concordia que
encontramos en diversas formulaciones, bienintencionadas sin dudas, se estrella
con una realidad donde la violencia juega un papel preponderante. La realidad
humana está marcada –esto es innegable– por el conflicto. Diversos autores, en
diferentes momentos históricos y con distintos contextos, han expresado esta
verdad. A modo de síntesis de
muchas de esas elucubraciones podría decirse, citando una entre tantas de esas
referencias, que “la violencia es la
partera de la historia”.
La
realidad nos enseña, a sangre y fuego, que a
veces hay paz, pero que la tensión está siempre presente. El paraíso
bucólico del que nos hablan los pacifismos hace parte muy relativamente de
nuestro mundo. El conflicto, en cualquiera de sus manifestaciones, no es externo
a la constitución humana sino, por el contrario, estructural. Si algún humano
no tomara parte en él, no participaría del todo social.
La marginalidad
Las
sociedades se protegen a sí mismas; la cultura reproduce semejantes. Por tanto
lo extraño, lo extemporáneo tiende a ser neutralizado. El mecanismo para ello
es la segregación, la exclusión. Minuciosamente nos enseña Michel Foucault (“Historia
de la locura en la época clásica”) que en la modernidad occidental (capitalismo
industrial) se perfeccionó el espacio de marginación de la irracionalidad
desarrollándose para ello los dispositivos “científicos” pertinentes: el asilo
y el médico alienista. La locura no es sólo la enfermedad mental; es todo
aquello que “sobra” en la lógica dominante. Así, describiendo la Salpêtrière –el
mayor asilo de Europa en el siglo XVIII–, Thénon dice: “acoge a mujeres y
muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones desde la edad
de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las edades; ancianos y
ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos, paralíticos, ciegos,
lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etc.”. Marginal, entonces,
puede ser cualquier cosa.
La
sociedad “produce” sus marginales. En la cosmovisión occidental (hoy día impuesta
globalmente) la razón matemática y mercantil es la pauta que guía la
marginación; las divergencias respecto a ella son sancionadas como insensatas,
inservibles. Por cierto puede entrar en esa divergencia todo lo que se desee
(el amplio “etcétera” de la enumeración de Thénon). Toda sociedad mantiene un
cúmulo de pautas que constituyen su normalidad; la sociedad industrial, más que
ninguna otra (seguramente debido a lo intrincado de su funcionamiento) preserva
su normalidad apartando severamente los “cuerpos extraños”. En sociedades menos
complejas es menor el espacio para la marginalidad; en un mundo super
especializado, con una marcada división del trabajo, hondamente competitivo, es
más posible que alguien quede “fuera” en el complejo camino de la integración.
En un mundo tan polifacético hay más campo para los así llamados “sub-mundos”.
Así es que encontramos los diversos sub-mundos del hampa, de la mendicidad, de
las drogas, de la vida en las calles (¿habrá que agregar de los “incurables de toda clase” como en
aquella lista?)
La
solidaridad, la tolerancia, el altruismo en su sentido más amplio no son,
precisamente, lo que más abunda en la experiencia humana. La tendencia a
segregar sale con demasiada facilidad. Lo extraño, ante todo, produce rechazo.
De ahí a su estigmatización sólo hay un paso. Hoy día no se queman en la
hoguera a los poseídos (“incurables de toda clase” y “etcéteras” varios) sino
que se los margina con mayor refinamiento: se los confina (asilos de las más
diversas categorías: manicomios, cárceles, reformatorios, geriátricos, casas de
caridad). Sin ironía: eso es un mejoramiento histórico en la condición humana (“En el Medioevo me hubieran quemado a mí;
hoy día, los nazis queman mis libros. ¡Hemos progresado!” dijo Sigmund
Freud cuando la anexión de Austria por la tropas alemanas). Pero el discordante sigue siendo el leproso de
antaño: encapuchado y con campana para anunciar su paso. Son los menos los
países cuyas constituciones (y luego la práctica cotidiana) aseguran la no
discriminación de las minorías en desventaja. Ante ello, la beneficencia puede
ser también una forma de segregación, pues ratifica al excluido en su condición
de tal.
Podríamos
concluirse así que la marginación es un proceso “natural” de la sociedad complejizada
que apoya en características propias de lo humano. Asusta, y por tanto se margina,
tanto a un vagabundo como a un delirante o a un débil mental, a un homosexual
cuanto a un seropositivo, a una prostituta o a un delincuente.
Hacia una nueva marginalidad
No
son marginales un soldado que regresa de la guerra o un desocupado; ellos tienen
la posibilidad de volver a integrarse al tejido social del que, por razones
diversas, se han distanciado. Y en sentido estricto, tampoco lo es el ermitaño
que eligió la vida solitaria y alejada. La marginalidad conlleva la marca de lo
reprochable moralmente, de lo anatematizado. De ahí que se la aísle, incluso
físicamente confinándola.
Desde
hace algunos años el mundo va tomando tales características que hacen que el
fenómeno de la marginalidad deje de ser algo circunstancial para devenir ya
estructural. Hoy día asistimos a la marginación no sólo del harapiento, del
mendigo en la puerta de la iglesia, sino de poblaciones completas. Se habla de “áreas
marginales”. Si bien nadie lo dice en voz alta, la lógica que cimenta esta
nueva exclusión parte del supuesto de “gente que sobra”. El temor malthusiano
del siglo XIX parece tomar cuerpo en políticas concretas que prescriben no más
gente en el planeta (y si se puede menos, mejor). La tendencia en marcha
pareciera ser un mundo dual: uno oficial, el integrado, y otro que sobra.
El
proceso por el que se llega a esta situación seguramente está ligado al
especial desarrollo de la actual productividad: una técnica deslumbrante que
termina prescindiendo del sujeto que la concibe y la aprovecha, y para quien
debería estar destinada. El ser humano comienza a sobrar. Existe un sexo
cibernético en el que el otro de carne y hueso no es necesario; la imagen virtual
va reemplazando al sujeto corpóreo. ¿La robótica prescindirá de la gente? Pero
¿es ese el “desarrollo” que queremos?
El
peso relativo de los países pobres es cada vez menor en el concierto internacional.
Las materias primas pierden valor aceleradamente ante los productos con alta
tecnología incorporada. Los pobres son cada vez más pobres; y cada vez quedan
más confinados a las “áreas marginales”. ¿Sobran entonces? La pobreza va
quedando más delimitada y ubicada en ghettos (quizá nueva forma de asilo). En
la ciudad de Guatemala, por ejemplo, con una población total en el área
metropolitana de cuatro millones y medio de personas, un 25% vive en zonas
llamadas “marginales”. ¿Sobran acaso? ¿Es acaso que alguien puede “sobrar”?
Trágicamente,
esos bolsones no son minorías discordantes sino que van pasando a ser lo
dominante. En las grandes urbes del Sur (y también, aunque en menor medida, en
el Norte) las zonas marginales crecen imparablemente. En algunos casos albergan
una cuarta parte de sus habitantes, o más. Evidentemente, entonces, el fenómeno
no es marginal. Valga el dato: uno de cada dos nacimientos en el mundo tiene
lugar en asentamientos urbano-marginales; ¡y hay tres nacimientos por segundo!
El
Banco Mundial define la pobreza como “la
inhabilidad para obtener un nivel mínimo de vida”. Probablemente pueda ser
inhábil un impedido (un no-vidente, un parapléjico). Pero no lo son poblaciones
completas. La imposibilidad de conseguir un nivel mínimo de subsistencia
radica, en todo caso, en condiciones que trascienden lo personal. La pobreza
creciente que agobia a sectores cada vez mayores en el mundo, la miseria
absoluta en que tanta gente vive, no es sólo falta de habilidad para procurarse
el sustento; habla, más bien, de un nuevo estilo de marginalidad, consecuencia
de estructuras injustas. Habla de relaciones de poder que marginan, que
violentan a otros seres humanos.
Es
ahí cuando se hace palmariamente evidente que la miseria es una forma de
violencia, cruel, despiadada. En Guatemala –país considerado muy violento, que
está saliendo de una terrible guerra civil que dejó 245.000 muertos y
desaparecidos– se habla hoy día de la ola de violencia que lo asola, con 15 muertes
violentas por día debidas básicamente a la criminalidad. Pero no se habla de
las 18 muertes diarias debido a la desnutrición crónica. ¿No es eso violencia
acaso? La miseria es violencia, sin dudas, y produce más daño que la peor
delincuencia.
¿Qué nos espera?
La
forma que ha ido tomando el desarrollo del mundo en la actual era post
industrial es curiosa, y al mismo tiempo alarmante. Asistimos a una revolución
científico-técnica monumental, que se despliega a una velocidad vertiginosa,
pero donde lo que debería ser el centro de todo: el ser humano concreto, queda
de lado. Era de las comunicaciones satelitales y de la inteligencia artificial,
pero mucha gente no tiene ni para comer…, mientras algunos prefieren hablar por
Facebook y no cara a cara; auge de la informática, pero una buena parte de la
humanidad no tiene siquiera acceso a energía eléctrica. Se gastan 30.000
dólares por segundo en armamentos mientras muchos no alcanzan la dieta mínima
para sobrevivir (lo repito: 18 muertos diarios en Guatemala ¡por hambre!). Algo
falla en la idea de progreso. Algo
anda mal si se puede llegar a aceptar naturalmente la existencia de áreas marginales (barrios, poblaciones,
quizá países, ¿continentes?) ¿O es que acaso alguien sobra de verdad?
Cada vez más
gente queda marginada de la riqueza
que la Humanidad genera. La marginación del nuevo estilo produce islas de
esplendor resguardadas celosamente de mayorías “excedentes”. Por supuesto que mientras
cada vez más gente quede al margen del festín, más serán las posibilidades de
inestabilidad y eventuales estallidos.
Desde hace ya algunos años se ha
establecido como parte del discurso “políticamente correcto” en todo el mundo
hablar de la lucha contra la pobreza. La iniciativa, por cierto, es loable,
altamente meritoria, con la cual nadie podría estar en desacuerdo. Los más
diversos sectores, de izquierda y derecha, desde quienes sufren las exclusiones
más humillantes hasta los magnates de los listados de la revista Forbes, todos
coinciden en que la pobreza es algo contra lo que debe actuarse. Incluso
instancias como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, organismos
que se encargan de manejar los grandes capitales globales, levantan airados su
voz contra este flagelo, y desde hace algún tiempo basan sus iniciativas de
asistencia a los países más necesitados en sus “estrategias de lucha contra la
pobreza”.
Podríamos decir que todo esto es
cierto, que efectivamente hay, desde los poderes que rigen en muy buena medida
la marcha de la humanidad, una marcada preocupación por terminar con esta lacra
de la pobreza y la pobreza extrema. Pero algo sucede que las cosas de base no
cambian: los pobres más pobres crecen en número y en distancia en relación a
los que no lo son. Y no sólo eso: la pobreza ¡se criminaliza! ¿Pero no es acaso
la pobreza una forma infinitamente grosera de violencia? ¿Por qué, entonces,
más allá de una declaración bienintencionada, las cosas cuestan tanto que cambien?
¿Por qué el discurso oficial, la conciencia dominante se indigna tanto y actúa
contra, por ejemplo, el siempre mal definido “terrorismo” –que produce
infinitamente menos víctimas que el SIDA– y no repara en la miseria en que vive
buena parte de la humanidad?
Como siempre en las experiencias
humanas no hay negros y blancos absolutos; hay, en todo caso, luces y sombras
interconectadas. La realidad es más multicolor, más plena de matices
contradictorios, y por tanto, compleja que un simple maniqueísmo de “buenos” y
“malos”. Habrá quien honestamente luche día a día contra este mal en sí mismo
que representa la pobreza, o su expresión más descarnada: la pobreza extrema,
la miseria. Habrá también quien pueda hacer negocio de estas causas, ¿por qué
no? Sólo quienes atraviesan efectivamente esa situación de exclusión podrán
saber a profundidad de qué se trata el asunto, puesto que lo viven
cotidianamente en carne propia. La cuestión es que la marginación vergonzosa de
mucha gente continúa, y no es fácil ver la luz al final del túnel.
Según datos de
Naciones Unidas, hoy día en nuestro planeta 1.300 millones de personas viven
con menos de un dólar diario; hay 1.000 millones de analfabetos; 1.200 millones
viven sin agua potable. El hambre sigue siendo la principal causa de muerte:
come en promedio más carne roja un perrito hogareño del Norte que un habitante
del Sur. En la sociedad de la información, ahora que pasó a ser una frase casi
obligada aquello de “el internet está cambiando nuestras vidas”, 1.000 millones
están sin acceso, no ya a internet, sino a energía eléctrica. Hay alrededor de
200 millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no gozan de
protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud (¡esclavitud!, en
pleno siglo XXI… se habla de casi 30 millones de personas a nivel global), la
explotación infantil o el turismo sexual continúan siendo algo frecuente. El
derecho sindical ha pasado a ser rémora del pasado. La situación de las mujeres
trabajadoras es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas sufren
más por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con más
carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente
desvalorizadas. Pero lo más trágico es que, según esos datos, puede verse que el patrimonio de las 358 personas
cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares –selecto grupo que cabe
en un Boeing 747, bien alimentados y
probablemente también preocupados por esa “lucha contra la pobreza” para la que
destinan algunos millones de dólares desde sus fundaciones– supera el ingreso anual combinado de países en los que vive
el 45% de la población mundial. Con esos datos en la mano no pueden caber dudas
que la situación actual es tremendamente injusta y que la pobreza no tiene más
explicación que la mala distribución de la riqueza. No es un destino “instintivo”,
definitivamente. Y aunque algunos (Onassis o Maradona, por dar unos ejemplos)
hayan salido de pobres proviniendo de estratos humildes, eso no es la regla
sino la más radical excepción.
La cuestión, entonces, pasa por ver
cómo se combate ese flagelo de la pobreza, y más aún su expresión descarnada:
la miseria. ¿Cómo se da esa lucha?
Ahí está la cuestión de fondo: la
pobreza no es sino el síntoma visible de una situación de injusticia social de
base. En ese sentido “pobreza” significa no ser capaz de controlar la
propia vida, ser absolutamente vulnerable a la voluntad de otros, rebajarse
para conseguir sus fines propios, empezando por el más elemental de sobrevivir.
Junto a ello, la pobreza significa no tener la oportunidad de una vida mejor en
el futuro, estar condenado a seguir siendo pobre, con lo que la vida no tiene
mayor atractivo más allá de poder asegurar la animalesca sobrevivencia, si es
que se logra.
La miseria en que vive tanta gente
no es sino la expresión descarnada de la injustica de fondo en que está basada
nuestra sociedad planetaria. Por tanto, luchar contra la pobreza y contra la
miseria debe ser una acción dirigida a modificar esa injusticia. No es la miseria
el objetivo final de esta lucha, como no lo podrían ser, por ejemplo, los niños
de la calle, o la delincuencia juvenil, que son los efectos, las consecuencias.
Esos son los síntomas visibles de fenómenos complejos. La lucha ha sido y
continúa siendo la lucha por la justicia. Como dijo Joseph
Wresinski: “Allí donde hay hombres
condenados a vivir en la miseria, los derechos humanos son violados. Unirse
para hacerlos respetar es un deber sagrado”.
Ponencia
presentada en el Coloquio Internacional “La miseria es violencia”, de la
Asociación Cuarto Mundo / UNESCO. París, Francia, enero de 2012.