miércoles, 26 de marzo de 2014

Anuncios de la vergüenza



Marcelo Colussi

En alguna ciudad latinoamericana donde no abundan los ricos precisamente, pueden leerse, uno tras otros, los siguientes anuncios publicitarios en enormes vallas callejeras: “Hay un mundo mejor… ¡Pero es más caro!”; o este otro: “El 0.000001 % aparece en nuestras listas. El resto nos lee. Revista Forbes”. Y en alguna publicación, elegantemente presentada en fino papel satinado: “¡Bienvenido a la clase!”, firmado por una lujosa marca de automóviles.

Vivimos en un mundo –así nos cansamos de escucharlo, más aún durante las dictaduras que asolaron nuestros países en estas últimas décadas– “occidental y cristiano”. Occidental, no sólo por la posición geográfica, eso está claro (el planeta no tiene Este y Oeste; eso es un código humano. ¿Quién inventó el Meridiano de Greenwich?). En todo caso, ello intenta significar diferencias de cosmovisiones: hay una línea imaginaria que separa tajantemente dos mundos, dos maneras de ver la vida. La nuestra, occidental, va de la mano de aquello de “cristiano”. Y se profese o no esta religión monoteísta basada en la figura de un Dios masculino, todopoderoso y a veces bastante sordo a nuestras súplicas, nadie puede escapar a la ideología cristiana dominante. Nos guste o no: ¡somos occidentales y cristianos! Ser, por ejemplo, musulmán o budista en nuestro medio no deja de constituir una excentricidad. Y nos guste o no también, vivimos en un mundo donde el consumo nos define. Dime qué consumes y te diré quién eres. Eso es Occidente.

De esa manera, todo el mundo sabe –aunque no lo practique– que es de buen cristiano poner la otra mejilla así nos hayan pegado en la primera. Es decir: en nuestro mundo cultural cristiano (y occidental), donde el Hijo de dios, dios encarnado, el Mesías o como se le quiera llamar vino a enseñárnoslo hace dos milenios, debemos ser solidarios, humildes y no arrogantes. Eso, al menos, es lo que se ha escuchado siempre. Somos “buenos” en tanto no somos altaneros, soberbios, despectivos del inferior. Recuerdo un refrán que nunca deja de impresionar: “la codicia rompe el saco”. La bondad se une a la solidaridad. No hay que mostrarse ostentoso.

Incluso algunos sacerdotes que conocí personalmente –dos de ellos masacrados en El Salvador en 1989– predican con su ejemplo todo eso. Haber sido asesinados en eses país centroamericano justamente por mantener esos ideales me hizo cuestionar el tema de la solidaridad. ¿Será que el mundo realmente quiere eso? Pero entonces ¿cómo entender estos anuncios publicitarios?

A decir verdad, la única “Solidaridad” exitosa que he visto hasta ahora fue el sindicato que en Polonia, liderado por el luego Premio Nobel de la Paz Lech Walesa y apoyado por el Papa Juan Pablo II, sirvió como instrumento para derrotar al gobierno comunista y restaurar el capitalismo en ese país. Y, a decir verdad también, esa Solidaridad –dicen que financiada por la CIA– no parecía muy comprometida con estos valores de humildad y altruismo. En todo caso –debo confesarlo– me parece más cercana a lo que los carteles de marras transmiten: “¡sea exitoso! ¡Entre al mundo de los mejores! ¡Marque su diferencia!” ¿Consumiendo cosas caras entonces? Pero…. ¿cómo? ¿Y la humildad y toda esa retahíla de pomposas declaraciones que condenan la ostentación?

Y ahí empiezan las contradicciones. Si vivimos en un mundo occidental y ¡cristiano!, ¿qué será lo que significan las propagandas citadas? ¿Cómo es posible esto: no es malo ser arrogante, jactancioso, soberbio, petulante y presumido? Porque, me parece, estas promociones a eso apuntan, ¿no? Si la codicia rompe el saco, ¿por qué ensalzarla?

Definitivamente, creo que la gran mayoría de la población del mundo jamás podrá ingresar en ese 0,000001 % de los que aparecen en las listas de multimillonarios. ¿Estamos condenados a no ser “exitosos” entonces?


Lo más patético es que buena parte del 99,999999 % restante se termina creyendo estas propagandas y pensando que sí podrá algún día.

martes, 25 de marzo de 2014

El Salvador: MONSEÑOR ROMERO ¿OTRO EXQUISITO CADÁVER?

Por Salvador Juárez


Sé que esta frase suena ramplona, y es chocante. Incluso para mí no ha sido fácil colocarla de titular. Antes, he sentido que heresiarca soy de mis convicciones. Y es que, cuando pienso a Monseñor Romero, destaco la visión y práctica de su ministerio dentro de su apasionante dimensión espiritual, y la inspiración de fe que él significa en nuestro pueblo. Claro que, ésta, es una verdad objetiva, inalienable. Pero, en mi caso, sucede que dicha certeza se entremezcla con mi devoción a la vieja usanza, la cual pervive todavía en mi estructura interior con sus raíces ancestrales, aun cuando yo digo que soy liberado. He aquí, entonces, el porqué, a mí también, me sonaba contrastante e irreverente la frase «Monseñor Romero ¿otro exquisito cadáver?»: Si, en habiendo sido yo formado, o deformado mejor dicho, con una doctrina cuyo celo religioso mandaba al castigo eterno por niveles de pecados (veniales y mortales), de pensamiento, consentimiento, acción, etc.; y, en la cual, se veía como divinidad a la autoridad eclesial, al grado que, cuando cipote, uno se imaginaba que sacerdotes y monjas no orinaban ni tenían genitales, y hasta era pecado pensar en esto; entonces, con esas creencias que subyacen como vestigios de una cultura religiosa dada, y que, por ende, allí están como ruinas supérstites en mi interior, ¡cómo no iba a dar un sobresalto mi inconsciente! en el momento de proponerme un tema que, justamente, conlleva propósitos muy contrarios a ese oscurantismo religioso, y contrapuestos también al oportunismo político tan en boga.


Bien; ya habiendo manifestado las supuestas reacciones, a partir de la mía propia, expuesta a manera de catarsis; y, considerando brevemente los fines de esta nota, paso al decurso de la misma, luego de pedir la respectiva guía a la suprema gracia de las musas.
  
Entre los hacedores de compromiso se aplica el término cadáver exquisito, cuando se ve que a un humanista, a un creador, a un cultivador de esencias nuevas –hombre o mujer de talante consecuente–, después de muertos son utilizadas su memoria, su obra y su imagen representativa, para fines utilitarios, patrimonialistas y pancistas, recibiendo así un trato diferente al que en vida se les otorgó. Pasa entonces que sus ideas originales y sus sensibilidades extraordinarias, son manipuladas y adecuadas a nefandas intenciones.

Ese fenómeno de valerse tanto de la figura como del aporte espiritual y social de los «grandes» hombres y mujeres, data desde muy antiguamente, y sobresale tal práctica en los campos culturales, políticos y religiosos. Y ese hacer envilecido llega al forcejeo, al arrebato y al saqueo, precisamente dentro de lo que se conoce como lucha ideológica, pugnas oportunistas y conciliábulos siniestros. En otras palabras, cadáver exquisito es sinónimo de festín sobre tal o cual maestro y su prédica. Es aprovecharse de una idea noble, de un carisma pujante y de una doctrina verdaderamente humanista, para embaucar con ellos la buena fe, las creencias de las multitudes. Así son chantajeadas las simpatías en tal o cual personaje y sus atributos, como ha sucedido con la otra imagen harto desfigurada y hasta comercializada de Ernesto Che Guevara.

El ejemplo clásico de cadáver exquisito es el que se ha hecho de Jesús crucificado. Ahora más que nunca se cuestiona el negocio que se hace de Jesucristo y de su Evangelio. Y óigase bien, aquí no estamos hablando de esa división entre las diversas iglesias apostólicas y las denominaciones tradicionales, división a la cual quizá ya se refería el apóstol Pablo cuando deploraba: «Porque cuando uno afirma: “Yo soy de Pablo, y otro: “Yo soy de Apolos”, están manteniendo criterios puramente humanos”. A fin de cuentas, ¿quién es Pablo?, ¿quién es Apolos? Simplemente servidores, por medio de los cuales ustedes han creído en el Señor.» (I Corintios 3, 4-5). División que hoy día trata de desaparecer cuando algunas de estas iglesias se unen ecuménicamente al servicio de la justicia y la verdad.

Más bien, de lo que aquí estamos hablando en relación con el cadáver exquisito de Jesucrito y su Evangelio, es del señalamiento que hace la gente ante la proliferación de sectas y predicadores, y ante esa tarabilla en que ya no se atina quién dice qué, si todos se autoproclaman Enviados del Señor. La crítica de la gente es sobre el abatimiento que causa la carga de ese tipo de «mensaje cristiano» mediante la saturación y el aliene. Pues en los diversos medios de comunicación abundan los programas en que cada uno disputa la legítima representatividad de Jesucristo. En cada colonia, barrio y cantón hay la misma contienda a todo volumen, reproduciendo en todas las frecuencias los estelares religiosos de radio y TV, donde se desgarran, vociferan y changonetean al Cristo y sus ministerios. Y donde llaman a depositar más y más ofrendas para exhibirlas y anunciarlas maratónicamente en nombre de Jesús, la Redención y el Reino.

Otro ejemplo de cadáver exquisito es lo que han hecho con el pensamiento de Carlos Marx, de acuerdo con lo planteado por V. I. Lenin: «Con la doctrina de Marx ocurre hoy lo que ha ocurrido en la historia repetidas veces con las doctrinas de los pensadores revolucionarios. En vida de los grandes revolucionarios, las clases opresoras les someten a constantes persecuciones, acogen sus doctrinas con la rabia más salvaje, con el odio más furioso, con la campaña más desenfrenada de mentiras y calumnias. Después de su muerte, se intenta convertirlos en iconos inofensivos, canonizarlos, por decirlo así, rodear sus nombres de una cierta aureola de gloria para «consolar» y engañar a las clases oprimidas, castrando el contenido de su doctrina revolucionaria, mellando el filo revolucionario de ésta, envileciéndola. En semejante «arreglo» del marxismo se dan la mano actualmente la burguesía y los oportunistas dentro del movimiento... Olvidan, relegan a un segundo plano, tergiversan el aspecto revolucionario de esta doctrina, su espíritu revolucionario. Hacen pasar a primer plano, ensalzan lo que es o parece ser aceptable para la burguesía... » (1).

Esto exactamente es lo que se ha pretendido con nuestro poeta Roque Dalton. Hace un par de años denuncié esta maquinación de la cultura dominante que osaba manipular, falsear o vaciar la obra daltoniana de su contenido definidamente socialista. Queriendo, en suma instancia, oficializar al poeta mediante la desencialización revolucionaria y el descompromiso de su carácter intelectual, bajo cánones estéticos «light». Toda una insolencia de la cultura neoliberal en pos de la ideología de Dalton después de su muerte; cuando, en verdad, todos sabemos que, en vida, el poeta por su doctrina fue «sometido a constantes persecuciones» y recibió «la rabia más salvaje... el odio más furioso... la campaña más desenfrenada de mentiras y calumnias.»

Campaña que se ha manifestado más furibunda últimamente al ver la imposibilidad de desarraigar la obra de Dalton de la memoria histórica, de quitarle su carácter de clase bien definido en su lucha ideológica, de convertirlo en icono inofensivo, de castrar el contenidode su doctrina revolucionaria, de cooptarlo para mostrarlo entre sus santones. Y ante esa imposibilidad de canonizarlo oficialmente, ciertos testaferros la emprenden contra la obra literaria de Dalton, a través de infundios y otros recursos viles y cobardes.

Por otra parte, y de la mano con la cultura neoliberal, ha habido una utilización oportunista de la trayectoria y la figura de Dalton, con afanes de notoriedad personal e intereses de cofradías. Exposiciones que dejan a un lado la profundidad y trascendencia de la obra creativa e histórica, y la posición ética del autor, para hacer prevalecer el protagonismo de quien o quienes se sirven de él, mencionándolo o citándolo a conveniencia propia. Aquí, pareciera que, de tanto y tanto, el poeta aparecerá recordándoles sus versos premonitorios: «Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre» (2).

De ahí es por lo que, cada Mayo en que se alborotan los panegíricos o diatribas alrededor de Dalton, entre los hacedores de compromiso se comenta: « ¡Otra vez la rapiña sobre el cadáver exquisito de Roque

A pues, de igual forma, hay una gran preocupación porque de Monseñor Romero se intente lo mismo. Más ahora que realmente se anuncia su canonización. Estribando la inquietud en que, bajo su aureola, quieran cobijarse, y hasta jalar su imagen, quienes, en vida descargaron sobre él «la rabia más salvaje, el odio más furioso, la campaña más desenfrenada de mentiras y calumnias». Esa preocupación se ha hecho sentir en la población durante la conmemoración de los 25 años del martirio del profeta, frente a una cultura oficial que sospechosamente anuncia actos alusivos a Monseñor. Y son tan fuertes los miramientos con respecto a esas veladas intenciones, que me han motivado a escribir la presente reflexión para decir, desde un título sin ambages, que ojalá con Monseñor Oscar Arnulfo Romero no se pretenda trocarlo en otro cadáver exquisito.

Y es que, si bien es cierto que la grandeza espiritual del pastor y su vida ejemplar como líder religioso son carismáticas para los distintos sectores sociales, y atraen universalmente sin distingos de ninguna especie, debe ser porque hay valores de honestidad, justicia y verdad en quienes se manifiestan de esa forma en pro de su doctrina. Precisamente por ello no debe recurrirse a los mismos ardides politiqueros en torno al  pensamiento y obra de Monseñor Romero. Será mediante una práctica individual y colectiva, consecuente con los principios y valores de su prédica, la mejor manera de asumirlo realmente. Así, se irá perpetuando su legado de conversión y acompañamiento, hasta la liberación definitiva. Y esto significa comprometerse a comunicar la palabra encarnada en la realidad, sentir con los pobres, amar a su pueblo, luchar contra la explotación y la mentira, contra la corrupción y la ignominia... Sólo así se puede apropiar a Monseñor Romero,siéndolo en vida, y no sólo con admiraciones ni con loas a ultranza.  Pues, en el caso que nos ocupa, que es el que ha generado susodichas preocupaciones, más que gestos son actitudes las que definen la solidaridad. Ya lo decía Monseñor muy claramente: «Un cristiano que se solidariza con la parte opresora no es verdadero cristiano. Un cristiano que defiende posiciones injustas que no se pueden defender, sólo por mantener su puesto, ya no es cristiano». (16 de septiembre de 1979)

(1) Vladimir Ilich Lenin, El Estado y la Revolución, Primer Edición 1917, Moscú.
(2) Primer verso de ALTA HORA DE LA NOCHE, del poemario El turno del ofendido, tomado del libro Poemas, Roque Dalton. Editorial Universitaria de El Salvador, Colección Contemporáneos, volumen 1. San Salvador, 1967.


*(Publicado en Diario CoLatino, viernes 1 de abril de 2005, Opinión p. 15)
Del libro “El Tigre Bizco (Ensayos contra el descompromiso)”,
Ediciones Salvador Juárez, San Salvador, El Salvador, octubre de 2007.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Guatemala: Ciclo de Charlas con Marcelo Colussi


Linchamientos en Guatemala: una herencia de la guerra



Marcelo Colussi

Introducción

En Guatemala hace ya años que se firmó la paz entre Gobierno y movimiento guerrillero. Pero lejos está todavía de poder decirse que el proceso iniciado en ese entonces haya dado los frutos que se esperaba. Más aún: la situación actual nos confronta con un empeoramiento, un retroceso en las causas estructurales que dieron lugar a la guerra civil en la década del '60 del pasado siglo. La guerra hoy día formalmente terminó, pero la violencia sigue presente y se evidencia de otras maneras, tan o más crueles que en los peores años del enfrentamiento armado.

La post guerra que vivimos actualmente está marcada por una suma compleja de problemas, donde la violación a los derechos humanos sigue siendo una constante, si bien no con la intensidad de años atrás, pero con efectos sociales igualmente dañinos. Una herencia trágica –entre otras– de 36 años de conflicto armado está dada por la recurrencia de linchamientos.

Este fenómeno debe abordarse desde una perspectiva multicausal. Participan en él aspectos de diversas naturalezas: sociales, psicológicos, culturales. De hecho no son algo nuevo en la historia; se los conoce desde tiempos inmemoriales. Por supuesto, no son un patrimonio de la “violencia guatemalteca”. Actualmente deben su nombre al juez estadounidense Charles Lynch, quien organizó a contemporáneos suyos para actuar como ley local en un juicio sumario contra unos conspiradores pro-británicos hacia el año 1780. A partir de este hecho relativamente reciente se derivó el verbo linchar, y el sustantivo linchamiento, hoy ya universalmente aceptados.

Lo significativo en Guatemala es no sólo la crueldad de estos actos (con sus características muy propias: es costumbre quemar a la persona linchada), sino su sintomática recurrencia: desde el momento del inicio del proceso de paz hasta la fecha nunca desparecieron. Se dan en las comunidades rurales que fueron escenario del enfrentamiento armado, donde existieron redes de contrainsurgencia paramilitar que nunca se desmantelaron totalmente (y donde muchas veces no hay gasolineras, pero donde nunca falta gasolina para quemar al linchado), así como en áreas urbanas. Incluso –este es un dato que no puede minimizarse– hasta se dio uno, con saldo mortal para uno de los delincuentes linchados (fueron tres) ¡en el estacionamiento de una universidad católica de la ciudad capital, siendo sus estudiantes ¿católicos? quienes lo llevaron a cabo!

Quienes continúan poniendo los muertos siguen siendo los mismos que sufrieron lo peor de la represión en años pasados, y quienes históricamente han estado alejados de los beneficios de un desarrollo equitativo que hace de Guatemala un país de enormes contrastes: los indígenas de origen maya, por siempre pobres, o los pobres urbanos, en muchos casos de ascendencia maya, siempre excluidos (de esos sectores urbanos marginados surgen los ladrones que pululan por toda la sociedad, y que pueden robar un teléfono celular, una billetera, una cadenita de oro; nunca se lincha a un funcionario que roba parte del presupuesto, por ejemplo, o un personaje ligado al gran crimen organizado, todos los cuales no vienen de esos sectores marginados y empobrecidos. Y jamás –¡esto es impensable!– se lincharía a un empresario o a un patrón de finca, por más explotadores que sean). De hecho, como símbolo de lo grotescamente patético del asunto, valga decir que vez pasada se linchó a un par de jóvenes en el departamento de Quiché que habían robado… ¡unas zanahorias en un mercado!

De ninguna manera se debe buscar en la historia prehispánica o colonial el origen de los linchamientos. En todo caso sus causas se ligan al contexto particular que vive Guatemala hoy; contexto que, definitivamente, es consecuencia de siglos de historia conflictiva y violenta. Con esto se desvirtúa la opinión –profundamente racista– que los linchamientos son “prácticas de indios” (no debe olvidarse que la población indígena-maya del país es de alrededor del 60%, y la ideología racista dominante ve en ellos un factor de 'atraso' y 'pobreza'). Los linchamientos responden, en todo caso, a un horizonte histórico-social de violencia (de más de cinco siglos, reforzados por una guerra interna de casi cuatro décadas) que ha creado una cultura de violencia, en tanto dimensión de aceptación normal de fenómenos a todas luces violatorios de una coexistencia pacífica. Cultura de violencia que se refleja en un sinnúmero de conductas sociales no cuestionadas, como la aceptación generalizada del uso de armas de fuego, la resolución violenta de los pleitos, la aceptación –tanto por el Estado como por la sociedad civil– de la pena de muerte, la discriminación histórica de la población maya, una dinámica cotidiana de verticalismo y machismo, corrupción e impunidad a niveles escandalosos. Todo lo cual puede dar como resultado que entre un tercio de la población a nivel nacional haya total conformidad para con los linchamientos como una práctica correcta de “ejercicio de la justicia”.

Como en todo complejo fenómeno social, no hay “buenos” contra “malos”. Las cosas son infinitamente más enrevesadas, más complicadas. En todo caso, los linchamientos están originados en una sumatoria multifacética de causas:

·         Cultura de violencia vivida por años y asumida ahora como normal
·         Inseguridad pública: violación de los derechos humanos e impunidad
·         Muy bajo impacto del sistema formal de justicia y descrédito de la justicia consuetudinaria maya
·         Ruptura del tejido social, producto de las estrategias contrainsurgentes de la pasada guerra
·         Manipulación política de las poblaciones descontentas
·         Mantenimiento de la ingobernabilidad
·         Pobreza extrema, que redimensiona el valor de los bienes robados (¿linchar por un par de zanahorias?)
·         En algunos casos, fanatismo religioso con mensajes apocalípticos (sectas neoevangélicas, habiéndose dado casos donde pastores de estas denominaciones llamaron a linchar).

Buscando explicaciones

El texto “Guatemala: Nunca Más”, presentado en 1998 por la Iglesia Católica como informe final de su arduo Proyecto Interdiocesano Recuperación de la Memoria Histórica –REMHI–, el cual estudia la represión vivida en estas pasadas décadas, indica que “el aprendizaje social de la violencia que se ha inducido a través de los grupos paramilitares, las redes de inteligencia y los mecanismos de entrenamiento militar, implican la necesidad de una desmilitarización real que revierta el proceso desarrollado en la guerra. Sin acciones específicas en ese sentido y en un contexto de impunidad y graves problemas económicos en muchos sectores de la población, las consecuencias de la guerra se manifiestan ya en nuevas formas de violencia social” [tal como los linchamientos].

Con la destrucción de las autoridades tradicionales de origen maya también tambalean las normas morales construidas para regular la convivencia cotidiana así como para resolver los conflictos domésticos, intra e intercomunitarios. En esa lógica, los linchamientos vienen a ser la expresión más elocuente –y patéticamente descarnada– de la militarización cultural que ha sufrido la sociedad en estos últimos años, y que se sigue evidenciando de manera dramática.

La psicología colectiva provee elementos para entender el problema; como dice el padre de la Psicología Social, el francés Gustave Le Bon en su ya clásica “Psicología de las multitudes”: “La masa no tiene conciencia de sus actos; quedan abolidas ciertas facultades y puede ser llevada a un grado extremo de exaltación. La multitud es extremadamente influenciable y crédula, y carece de sentido crítico”. Eso puede apreciarse en cualquier conducta masificada, donde desaparece la conciencia crítica y el individuo se ve transportado por la efusividad de la masa: para ejemplo, la moda, la conducta en un estadio de fútbol, el espíritu patriótico. En los fenómenos de los linchamientos siempre está presente este nivel de lo masivo, de lo tumultuario no racional. En el caso de Guatemala además se da un particular vínculo con la reciente historia de militarización vivida, que ha dejado marcas todavía muy frescas, y que confiere características especiales a la dinámica cotidiana. Durante el conflicto armado interno parte de las estrategias de la intervención contrainsurgente del Ejército fueron las de índole psicológica, junto con las acciones de violencia física. Esa especial metodología trajo consecuencias psicológicas y morales que se evidencian claramente en los linchamientos:

·         Las estrategias de las políticas contrainsurgentes fueron una escuela de crueldad. Estas acciones violentas permanecen en la memoria histórica de las poblaciones, manifestándose en lo que hoy se implementa en los linchamientos: tortura previa a la muerte, incineración de la víctima, posterior exhibición pública del cadáver. La crueldad de muchas acciones de la delincuencia cotidiana que hoy asola al país (el descuartizamiento, por ejemplo), o de los “honestos ciudadanos” incluso, que pueden quemar vivo a un ladrón capturado para lincharlo, no son connaturales a los guatemaltecos, no vienen en sus genes: son un reflejo de una historia vivida (“se repite activamente lo que se padeció pasivamente”, es una enseñanza de la Psicología). Valga decir que Guatemala fue el país de todo el continente americano donde la guerra contrainsurgente alcanzó los niveles más crueles (200.000 muertos, 45.000 desaparecidos, más de 600 aldeas destruidas en las campañas de “tierra arrasada”. Todo eso no pasó en vano: los linchamientos lo remedan.)

·         El terror tiene manifestaciones y secuelas sociales que no desaparecen automáticamente cuando la violencia desciende, sino que presenta efectos acumulativos y perdurables. A partir de la historia vivida, el terror se convierte en una amenaza que puede ser reactivada en cualquier momento, y el linchamiento es una de las formas de recordarlo. La actual “epidemia de violencia” que vive la sociedad Guatemala –que transforma al país en uno de los más inseguros y violentos del mundo, sin estar técnicamente en guerra– no nace sola. Se juegan ahí historias coaguladas que llevan a la colonia y a la fundación del Estado moderno como monumental opresión de clase justificada en una fenomenal cultura racista.

·         Se destruyeron los tejidos sociales de solidaridad y participación comunitaria. Lo cual ha dado como resultado una intensificación de la desconfianza contra cualquier desconocido, contra los “extraños”, frente a quienes se puede descargar entonces una tensión social, como ocurre en los linchamientos. La cultura de la desconfianza, de la paranoia, tan típicas de la guerra, se ha entronizado, y hoy día cualquiera puede ser sospechoso. Y ni se diga si la sospecha se asienta en estereotipos enraizados: joven con aire de marero, tatuado, con facciones no-blancas, proveniente de las zonas rojas de la ciudad, etc., etc. Es más fácil pedir el inmediato ajusticiamiento del ladrón (ladrón de celulares, claro está, no el del ladrón de millones del presupuesto nacional por ejemplo) que encontrar las causas por las que un joven delinque. La ética en juego es, como alguien dijo acertadamente, una ética de naufragio: “¡sálvese quien pueda!”

·         Se militarizó la implementación de justicia. La misma, por décadas durante el conflicto interno, se desenvolvió en el marco de una lógica militarizada. La transición a la justicia civil y su aceptación por parte de la población, sobre todo en cuanto al derecho al debido proceso y la correlatividad entre el delito y la pena, será un tránsito que requerirá de un trabajo de desaprender los códigos militarizados y el irrespeto a la vida. Pedir “mano dura” como supuesta solución de los problemas que aquejan a la ciudadanía no es sino la expresión de esa historia de guerra y de militarización, que incluso va más allá de los 36 años de guerra. La cultura militar anida en el imaginario social que recorre la sociedad: ¿por qué un colegio es “bueno”, según el extendido prejuicio que se repite frecuentemente, en tanto tiene mucha “disciplina”, mucho “rigor”, una excelente banda marcial?

·         Se buscó uniformar a la población a través de una manipulación maniquea de “nosotros buenos” y “ellos malos”. En los linchamientos, al igual que en las dinámicas militarizadas que se vivieron en años pasados, se da una pretendida cohesión de la comunidad considerándola como un todo. Así se instala la impunidad para los ejecutores que se convierten en justicieros, se valora la solidaridad interna de la comunidad que ha sido capaz de “resolver” por sí misma sus problemas, la conciencia de culpa que podrían producir en algunas personas el presenciar o ejecutar actos de crueldad se diluye en la euforia de la solidaridad colectiva y el sentimiento de omnipotencia adquirido en el supuesto triunfo contra la maldad. Con los linchamientos, que ya hace más de una década pasaron a integrarse en la normalidad cotidiana de la población guatemalteca, no se ha resuelto en modo alguno el acuciante problema de la inseguridad ciudadana (al igual que no se ha resuelto con la desproporcionada cantidad de policías privados que pueden encontrarse donde sea: en una panadería de barrio, en una iglesia, en un establecimiento educativo –hay 6 veces más agentes privados que de la Policía Nacional Civil–, pero que sí refuerzan el estereotipo de “ciudadanos buenos” y “sospechosos malignos”.

Aunque supuestamente los linchamientos constituyen una forma sumaria de hacer justicia, en realidad como procedimiento de presunto orden preventivo respecto a la delincuencia no traen ninguna consecuencia real, en tanto mecanismo disuasivo (al igual que la pena de muerte). Pese a haberse “ajusticiado” a numerosos delincuentes (insistamos: en general más cerca del robo de unas zanahorias que empresarios explotadores, funcionarios corruptos, militares acusados de delitos de lesa humanidad durante la pasada guerra o connotados representantes del crimen organizado), el índice de criminalidad en todo el país, y en las ex zonas de guerra también, continúa siendo alarmantemente alto. Si alguien osara tomarlos como presunta “justicia popular”, se equivoca de cabo a rabo.

Los linchamientos significan para la población un recordatorio de quién sigue mandando. Si bien no se puede afirmar categóricamente en la totalidad de casos registrados, al menos en las áreas rurales hay fuertes indicios indicativos de la participación de las estructuras paramilitares contrainsurgentes que tuvieron lugar en la guerra –aún activas, por cierto– que dan su cuota de aporte para la comisión de estos hechos tumultuarios con los que se perpetúa un clima no democrático. Dicho en otros términos: este fenómeno no es sino una expresión –grotesca, y por ello mismo trágica– de la impunidad que aún reina. Y en las áreas urbanas son un indicativo de la permanencia de esa cultura militarizada y de muerte (vale más un teléfono celular que una vida humana, aún para un estudiante de una universidad católica que puede linchar en defensa… ¡de la propiedad privada de un teléfono celular!).

Enfatizamos esta idea: los linchamientos no hablan sólo de una falta de justicia (en ese caso podrían llegar a entenderse entonces como una forma sumaria de justicia popular). Ahí radica el verdadero núcleo del problema: el linchamiento no es justicia sino, por el contrario, refuerza la falta de justicia que campea en este nunca terminado período de post guerra. El linchamiento refuerza la impunidad.

¿Qué hacer ante esto?

Desaprender la violencia, combatir la impunidad, no es fácil; en el caso de Guatemala es trágicamente evidente. Más de cinco siglos de explotación feroz de las grandes mayorías indígenas, y casi cuatro décadas de guerra interna con el resultado de muertos, torturados y desaparecidos más alto en toda América Latina, han dejado marcas. La muerte pasó a ser cosa cotidiana: al que “molesta” hay que sacárselo de encima (dicho sea de paso: hoy un sicario puede matar a alguien por unos escasos centavos, quizá no más de 100 dólares). Los linchamientos no son sino una recreación monstruosa de esa verdad: pobres quemando vivo a otro pobre que se robó algo, alimentando así la cultura de la violencia. Y el ciclo se repite: “el que manda, manda; y si se equivoca vuelve a mandar”.

Terminar con los linchamientos significa terminar con la cultura de guerra que aún persiste en el país, la cual, como van las cosas, en vez de ir desapareciendo pareciera que tiende a perpetuarse. Sólo fomentando una profunda y genuina cultura del respeto por el otro, un afianzamiento de la justicia, un combate frontal a la impunidad, pueden ir descendiendo estos fenómenos que nos retrotraen a la lógica del conflicto armado. Para ello es imprescindible que el Estado genere y sostenga, con clara voluntad, políticas a largo plazo encaminadas a ir incidiendo en estos aspectos. Cosa que, preciso es aclararlo, no está sucediendo al día de hoy. Más allá de todas las pomposas declaraciones en torno a la edificación de la paz, hoy día los aplaudidos Acuerdos de Paz de 1996 son, antes bien –como alguien dijera mordazmente– “recuerdos de paz”.

De hecho se están desarrollando algunas iniciativas en el ámbito gubernamental tendientes a enfocar este fenómeno; de todos modos, hasta la fecha, en la agenda nacional no están visualizados claramente como un problema de alta prioridad. Son, en todo caso, un elemento más del clima de violencia imperante, pero no algo para lo que se destinan esfuerzos específicos desde las instancias estatales en tanto políticas públicas a largo plazo. En el imaginario colectivo –percepción muchas veces alentada también por los medios de comunicación masivos– pueden ser vistos como “justicia popular”; y desde el Estado poco contribuye a desdecir esa idea.

Por otro lado, desde la sociedad civil –ciertas organizaciones no gubernamentales, algunas iglesias– se han iniciado acciones concretas puntuales, en general enmarcadas en programas de prevención y manejo de la violencia. Su grado de impacto, sin embargo, es relativamente bajo, dado que no existe una estrategia nacional que las promueve y les otorgue real sostenibilidad en el tiempo.


Atacar de raíz el problema de los linchamientos debe pasar por una combinación inteligente de políticas nacionales con esfuerzos de base, todos comprometidos, con real voluntad de cambio, en una transformación de las secuelas del conflicto armado y una profundización de la ciudadanía democrática. Si no se modifica la cultura de violencia, si no se combate frontalmente la impunidad, si la justicia no pasa a ser un hecho concreto en la cotidianeidad de la población, es muy probable que los linchamientos persistan.

jueves, 6 de marzo de 2014

Centroamérica después de la Guerra Fría



Marcelo colussi

¿Qué es Centroamérica?

Para quienes viven fuera de Centroamérica, ésta representa una región bastante ignorada. Es, salvando las distancias, como el África negra: un área difusa, donde no se conocen con exactitud los países que la integran, y de la que existe una vaga idea del conjunto, siempre en la perspectiva de pobreza, atraso comparativo, condiciones de vida muy difíciles, impunidad y corrupción por parte de los Estados, con dinámicas sociales de alta violencia. Centroamérica, en esta lógica es, sin más, sinónimo de república bananera.

De alguna manera, efectivamente funciona como bloque. Además de los geográficos, existe una cantidad de elementos que le confiere cierta unidad económica, política, social y cultural. Los países que la conforman: Guatemala, Honduras, Nicaragua, El Salvador, Belice, Panamá y Costa Rica, con la excepción de este último, presentan los índices de desarrollo humano más bajos del continente, junto con Haití en las Antillas, una de las naciones más indigentes del mundo.
           
El área es muy pobre; si bien cuenta con muchos recursos naturales, su historia la coloca en una situación de postración y atraso muy grande. Básicamente es agroexportadora, con pequeñas aristocracias vernáculas –herederas en muchos casos de los privilegios feudales derivados de la colonia– que por siglos han manejado los países con criterio de finca. Entrado ya el tercer milenio y luego de las feroces guerras de las últimas décadas, nada de esto ha cambiado sustancialmente. Los productos primarios siguen siendo la base de la economía, tanto para la subsistencia (maíz y frijol) como para la generación de divisas en el extranjero: café, azúcar, frutas tropicales, maderas; recientemente palma africana destinada a la producción de agrocombustibles. En los últimos años se dieron tenues procesos de modernización, instalándose en toda la zona terminales industriales maquiladoras aprovechando la barata y poco o nada sindicalizada mano de obra. Por lo general los capitales comprometidos son transnacionales, no representando esta industria del ensamblaje un verdadero factor de desarrollo a largo plazo. En épocas recientes, con distintos niveles pero, en general, como común denominador de toda la región, se han ido incrementando los llamados negocios "sucios": lavado de narcodólares, y tráfico de estupefacientes. De hecho, hoy la zona es un puente obligado de buena parte de la droga que, proviniendo del sur, se dirige hacia los Estados Unidos. Esto ha dinamizado las economías locales, sin favorecer a las grandes masas obviamente, permitiendo el surgimiento de nuevos actores económicos y políticos ligados a actividades ilícitas, tolerados por los respectivos Estados, y a veces manejándolos desde su interior.
           
La población de toda la región es mayoritariamente rural; prevalece un campesinado pobre, que combina el trabajo en las grandes propiedades dedicadas a la agroexportación con economías primarias de autosubsistencia. La tenencia de la tierra se caracteriza por una marcada diferencia entre grades propietarios –familias de estirpe aristocrática, en muchos casos con siglos de privilegios en su haber, descendientes directos de los conquistadores españoles de cinco siglos atrás– y campesinos con pequeñas parcelas (de una o dos hectáreas, o menos incluso) que, con primitivas tecnologías, apenas si consiguen cubrir deficitariamente sus necesidades.
           
En toda la región hay presencia de población indígena, siendo Guatemala el país que presenta mayor porcentaje al respecto: alrededor de dos terceras partes –de hecho, la nación latinoamericana con mayor presencia de habitantes de etnias no europeas. En este caso particular –esto no se da con similar énfasis en los otros países del istmo– ello crea una dinámica social desvergonzadamente racista, siendo los mayas los grupos más excluidos y marginados en términos económicos, políticos y sociales. Similar fenómeno se repite con las minorías indígenas a lo largo de toda Centroamérica. Corresponde mencionar que también hay presencia de población negra, de ascendencia africana (los antiguos esclavos traídos a la fuerza a estas tierras como mano de obra semi-animal), pero no en un porcentaje particularmente alto como ocurre en las islas del Caribe.

La migración interna desde el campo hacia las ciudades en búsqueda de mejores horizontes, agravado ello por las devastadoras guerras internas registradas estas últimas décadas que forzaron a numerosos pobladores a marcharse de sus lugares de origen, constituye un fuerte elemento de las dinámicas sociales de todas las repúblicas centroamericanas, lo cual da como resultado el crecimiento desmedido y desorganizado de sus capitales y de las ciudades principales. Producto de ello es la alta proliferación de populosos barrios urbano-periféricos, sin servicios básicos, con poblaciones que sobreviven a partir de pobres economías subterráneas: comercio informal, niñez trabajadora, invitación a la delincuencia.
           
En términos generales (Costa Rica es la excepción) la situación de las mujeres es de gran desventaja respecto a la de los varones. Siguiendo pautas tradicionales, el número de embarazos es muy alto: con un promedio urbano de 5 (vale agregar que hay una alta mortalidad infantil), subiendo más en áreas rurales. Las tasas de analfabetismo, de por sí altas, se acentúan en las mujeres. Y su participación en la vida política es baja.
           
La situación medioambiental de todo el istmo es preocupante. Como consecuencia de la falta de planificaciones a largo plazo, de rapiñas de recursos naturales y de Estados corruptos que toleran todo tipo de saqueo, la zona muestra un marcado deterioro en sus aspectos ecológicos: desacelerada pérdida de bosques, falta de agua potable, polución generalizada. Ello crea una alta vulnerabilidad que, ante la ocurrencia de cualquier evento natural considerable –de los que la región lamentablemente posee muchos: zona sísmica, de paso de huracanes, con profusa actividad volcánica– los transforma en enormes catástrofes sociales.

Si bien toda Latinoamérica es, desde inicios del siglo XX, zona de influencia estadounidense, en el caso de América Central esto es groseramente más notorio. Sus presidentes llegan a tales con el beneplácito de la embajada norteamericana (llamada simplemente "la Embajada", lo cual dice mucho del panorama general). El imperio del norte, aunque es reconocido en su papel de amo dominante, no deja de ser al mismo tiempo foco de atracción de todas las poblaciones: de las clases altas, en tanto centro de referencia política y cultural; de las masas empobrecidas, como vía de salvación económica. De hecho el ingreso de divisas a partir de las remesas que cada mes envían los familiares emigrados (mano de obra barata y no calificada en los Estados Unidos) constituye para toda el área una de las principales fuentes de sobrevivencia (en algunos países, y dependiendo de circunstancias coyunturales, ocupa el primer lugar).
           
En tal sentido, dado que juega este papel de punto de referencia obligado en las lógicas cotidianas y de largo plazo, Norteamérica es un elemento decisivo para entender la historia, la coyuntura actual y el futuro del istmo centroamericano.

Centroamérica y la Guerra Fría


Los países que actualmente conforman la región centroamericana fueron colonias de España, con excepción de Belice, que fue un enclave británico. Hacia principios del siglo XIX, con la fiebre libertaria que barrió el continente, consiguen su independencia de la metrópoli. Pero rápidamente comenzaron sus problemas. Originalmente constituyeron una unidad, continuando su status de Capitanía General de la época colonial, donde reunidos conformaban un todo con Guatemala como capital. Al poco tiempo de constituida, se disolvió la Unión Centroamericana, dando lugar a los Estados que actualmente existen en la zona.
           
Formalmente independientes de España, en realidad nunca se constituyeron plenamente en repúblicas soberanas con proyectos nacionales propios. Ya hacia fines del siglo XIX eran, en mayor o menor medida, partes del círculo de interés geoestratégico que los Estados Unidos comenzaban a trazar. Desde ese entonces son –como se dice tan habitualmente– su "patio trasero".
           
Las aristocracias nativas siempre estuvieron alineadas con el poderoso del norte; se dio ahí un proceso de acomodamiento recíproco: oligarquías que producían a bajos costos productos para el mercado norteamericano, y que simultáneamente abrían las puertas a las inversiones estadounidenses para el saqueo de las riquezas nacionales. Al mismo tiempo –esto marcó la historia de todo el siglo XX– estos países aportaban mano de obra barata, siempre en situación migratoria ilegal, para los trabajos menos calificados en los Estados Unidos.
           
En todo el subcontinente latinoamericano, Centroamérica fue quedando relegada como la región más pobre, con estructuras más ligadas a la colonia, con un funcionamiento económico-social de corte quasi feudal, mientras otros países, también ex colonia españolas, seguían modelos de desarrollo industrial.
           
La injerencia política de Washington en la región fue notoria; más aún: desvergonzada, desde el '900 en adelante. Salvo Costa Rica –que merece un tratamiento aparte, siendo por ello la "Suiza centroamericana"– la historia política del istmo estuvo marcada por dictaduras militares a granel, siempre con Washington de por medio. Invasiones, complots y maniobras desestabilizadoras se pueden contar por docenas. La CIA hizo su debut de fuego con una campaña de acción encubierta en Guatemala, en 1954.

En esta lógica, sobre el horizonte de esa historia de explotación, pobreza e intervención extranjera, y a partir de la esperanza que abriera la Revolución Cubana de 1959, entre las décadas de los '60 y los '70 comienzan a generarse movimientos armados como reacción ante tal estado de cosas. Guatemala primero, luego Nicaragua, posteriormente El Salvador, desarrollaron expresiones guerrilleras que, paulatinamente, fueron creciendo. En Nicaragua, como Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), hacia 1979, terminaron por tomar el poder desplazando a la dictadura más vieja de Centroamérica: la de la familia Somoza, tristemente célebre por su crueldad, comenzando la construcción de una experiencia socialista y antiimperialista. En El Salvador, hacia fines de los '80, estuvieron a punto de hacer colapsar al gobierno. En Guatemala –el movimiento guerrillero más viejo del área y el segundo de toda Latinoamérica, luego del colombiano– fueron juntando fuerzas llegando a tener una presencia nacional.
           
Estas expresiones políticas, –de acción armada, con presencia fundamentalmente entre la población campesina– además de representar sin dudas el descontento histórico de las masas paupérrimas, fueron elemento constitutivo también de la lucha ideológica y militar que marcó buena parte de la segunda post guerra del siglo XX: la Guerra Fría. Guerra a muerte entre dos proyectos de vida, entre dos modelos de desarrollo y de concepción del mundo; guerra que se libró en numerosos frentes, y en la que Centroamérica fue un campo de batalla de gran importancia.
           
El bloque socialista se involucró fuertemente; Cuba, por su cercanía, fue el punto de referencia más cercano. Preparación política, ideológica y militar estuvieron presentes desde el inicio de estos movimientos, apareciendo Moscú siempre vigente como una instancia importante en esa dinámica entablada. Por el otro lado, como respuesta a estos proyectos de transformación social, las oligarquías locales, con sus respectivas Fuerzas Armadas, y la presencia omnímoda de la Casa Blanca en tanto referencia última, descargaron todo el peso represivo del caso para evitar que esas iniciativas revolucionarias pudieran crecer.

A las propuestas de cambio social levantadas por estos movimientos (en Nicaragua, incluso, habiendo llegado a adueñarse del poder, y comenzando efectivamente el proceso de transformación), le siguieron brutales represiones. Campañas de "tierra arrasada" en Guatemala, los "contras" en Nicaragua, guerra sucia en El Salvador, las bases de los contras en la región de la Mosquitia hondureña, y en su momento también en Costa Rica, ningún rincón del área centroamericana escapó a la maquinaria bélica. La zona se puso al rojo vivo. El discurso militarizado inundó la vida cotidiana.

La guerra nuclear de los misiles soviéticos y estadounidenses que nunca llegaron a dispararse se libró, entre otras formas, a través de las guerras de guerrillas y las tácticas contrainsurgentes en las montañas de Centroamérica. Los muertos, claro está, fueron centroamericanos.

Y ahora: ¿más de lo mismo?

La Guerra Fría terminó. El bloque soviético ya no existe. Los ideales socialistas, aquellos que pusieron en marcha a los movimientos guerrilleros, hoy están, si no desechados totalmente, al menos en proceso de observación (¿en terapia intensiva?). De todos modos las causas estructurales que motivaron aquellas respuestas armadas por parte de los grupos más avanzados políticamente en los distintos países de América Central, aún persisten. En Nicaragua incluso, donde uno de esos grupos fue poder y manejó el país por espacio de una década con un proyecto transformador, las causas profundas generadoras de pobreza –aunque ya no esté la familia Somoza – persisten. De aquel cambio iniciado en su momento, hoy ya casi nada queda, pese a que regresó a la presidencia el otrora comandante guerrillero Daniel Ortega.
           
Mucho ha cambiado en estos últimos años, desde la caída del muro de Berlín en adelante. Pero las razones que dieron lugar al surgimiento del socialismo como visión contestataria del mundo, como forma de lucha contra las injusticias sociales, aún se mantienen.
           
La Guerra Fría que se expresó en Centroamérica a través de las guerras que desangraron sus países por años, ya es parte de la historia; pero las secuelas de esas guerras ahí están todavía, y seguirán estando por mucho tiempo.
           
En realidad, terminada la gran puja entre los dos modelos en disputa con el triunfo de uno de ellos y la desaparición del otro, no se resolvieron los problemas de fondo que mantuvieron enfrentadas a esas dos cosmovisiones. Terminó la guerra de estos años, pero no su motor. A partir de ese final en concreto se siguieron las agendas de paz de diversas regiones del planeta, América Central entre ellas. Agendas que, en todo caso, no hablan tanto de los procesos de superación de diferencias en los espacios locales donde los conflictos se expresaban abiertamente (como en Oriente Medio, o en el África subsahariana), sino de la necesidad y/o conveniencia de las potencias –Estados Unidos a la cabeza– de eliminar zonas calientes, problemáticas. A su vez las guerrillas firmaron la paz, en realidad, porque no tenían otra salida ante el nuevo escenario abierto. Como se dijo burlescamente: se pasó de Marx a Marc’s: métodos alternativos de resolución de conflictos. La idea de lucha de clases salió de la discusión… ¡pero no de la realidad! Las políticas neoliberales amarradas a esas agendas de pacificación profundizaron las contradicciones e injusticias históricas de la región.
           
Decir que Centroamérica entró en un período de paz es, cuanto menos, equivocado. Quizá: exagerado, pues oculta la realidad cotidiana. Desde ya, el hecho de no convivir diariamente con la guerra es un paso adelante. Hoy siguen muriendo niños de hambre, o mujeres en los partos sin la correspondiente atención, pero ya nadie muere en una emboscada, pisando una mina, de un cañonazo. Esto no es poco. Pero si se mira el fenómeno a la luz del análisis histórico es evidente que las guerras vividas en la región tienen como su causa el hambre, la desprotección, la exclusión en definitiva. Y esto no ha cambiado. Sin vivir técnicamente en guerra, la zona sigue siendo de las más violentas del mundo. Nuevos actores (crimen organizado, narcotráfico, pandillas juveniles), sobre la base de un transfondo de inequidades históricas que nunca se modificó, son los elementos que hacen de la región un lugar problemático, difícil, complejo.

¿Qué le espera ahora a Centroamérica?

Como primera tarea, resolver los problemas inmediatos derivados de los conflictos armados: los materiales, los psicológicos, los culturales. Desde hace algunos años, dependiendo de los tiempos en cada caso, se está trabajando sobre ello. Sin embargo, la magnitud de lo invertido para la reconstrucción post bélica es inconmensurablemente menor a lo que se destinara a las guerras, por lo que las heridas y las pérdidas no parecen poder superarse con gran éxito de seguirse esta tendencia. No ha habido –ya pasó el tiempo para ello– un equivalente al plan Marshall europeo para reactivar las economías. Se contó con apoyos de la comunidad internacional, pero no mucho más grandes que los que podrían haber llegado luego de cualquier catástrofe natural. En definitiva, no hubo un genuino proceso de reconstrucción sobre nuevos parámetros: todo siguió no muy distinto a lo que siempre fue y las ayudas no sirvieron para poner en marcha ninguna transformación de base.
           
Pacificada el área (o, al menos, sin el fragor de las guerras declaradas que se vivieron años atrás), la estructura económica no ha tenido ningún cambio sustancial: no se modificó la tenencia de la tierra, no se salió de los modelos agroexportadores, no comenzó ningún proceso sostenible de modernización industrial. Las grandes mayorías continúan siendo mano de obra no calificada, barata, con escasa o nula organización sindical. En otros términos: más de lo mismo.
           
En el plano de lo político y cultural las cosas no han cambiado especialmente. Sigue predominando la impunidad. Ese es el elemento principal que define la situación general luego de los conflictos bélicos sufridos. Las aristocracias se han reposicionado luego de este período, sin mayores inconvenientes en el mantenimiento de sus privilegios. En Nicaragua retornaron abiertamente al control del poder, luego de la primavera sandinista –que terminó siendo más bien, por diversos motivos, un borrascoso temporal, y la nueva llegada al gobierno de un equipo que levanta las banderas del sandinimo no tiene nada que ver con el proyecto revolucionario de la década de los 80 del siglo pasado. En Guatemala han tenido que compartir algunas cuotas de poder, a su pesar sin dudas, con las fuerzas armadas que le cuidaron sus fincas años atrás, quienes devinieron ahora nuevos ricos con el manejo de las economías "calientes": narcotráfico, contrabando, crimen organizado.

En toda la región centroamericana la pauta dominante sigue siendo la impunidad. Luego de las atrocidades a que dieron lugar las guerras cursadas, no ha habido juicios a los responsables de tanto crimen, de tanta destrucción. Incluso muchos de los asesinos de guerra siguen detentando cargos públicos sin la menor vergüenza. La millonaria indemnización fijada por la Corte Internacional de Justicia (17.000 millones de dólares) contra Washington como monto a resarcir a Nicaragua por los daños de guerra ocasionados por haber financiado a la Contra durante casi una década, quedaron en el olvido. De hecho, su anulación fue una de las primeras medidas tomadas por el gobierno de Violeta Barrios viuda de Chamorro al asumir luego de la partida de los sandinistas en 1990. Y si en Guatemala, luego de años de espera, se llegó a condenar a la cabeza visible de las políticas de tierra arrasada que enlutaron a esa nación en los años 80, el general José Efraín Ríos Montt, los factores de poder del país hicieron que dos días después de emitida la condena dieran marcha atrás con la misma. En otros términos: terminadas las guerras internas, la impunidad sigue siendo lo dominante.

La construcción de la paz como proceso sostenible e irreversible no es, hasta el momento, un hecho indubitable. Mientras no se revise seriamente la historia, no se comiencen a mover las causas estructurales que están a la base de los enfrentamientos armados y no se haga justicia contra los responsables de los crímenes de guerra –como pasó, por ejemplo, en Europa con la jerarquía nazi– es imposible pacificar realmente las sociedades. Hay, como es el caso actual, algunos paños de agua fría, pero las heridas profundas que ocasionaron el odio y las posiciones irreconciliables no podrán desaparecer si no se abordan con seriedad esas agendas pendientes. La violencia galopante que se vive en la zona –criminalidad, persistencia de escuadrones de la muerte, delincuencia callejera, linchamientos en algunos casos, todo lo cual convierte a la región en una de las zonas más peligrosas del planeta– son expresiones de esa historia no elaborada. Puede haber "agendas de la paz", pero no se vive realmente en paz.

El papel jugado por los Estados Unidos sigue siendo el mismo: hegemónico, dominador total para la región. Incluso se da el caso paradójico en que, terminadas las guerras locales, la gran potencia se permite impulsar programas de apoyo a las víctimas de toda esa crueldad que ellos mismos fomentaron. Valga decir que no por sentimientos de culpa precisamente, sino como parte de la misma estrategia de dominación de siempre, actualizada hoy, y adecuada a las circunstancias correspondientes.

Los distintos movimientos revolucionarios signatarios de los procesos de paz que se siguen en el área (la URNG en Guatemala, el FMLN en El Salvador, el FSLN en Nicaragua) –que en todo caso, preciso es decirlo, siguieron procesos prácticamente impuestos por la comunidad internacional– una vez pasados a la lucha política desde el plano civil no han podido elaborar estrategias de impacto para las mayorías, estando en estos momentos lejos de constituirse en alternativas con posibilidades reales de generar cambios profundos, más allá que puedan ocupar la administración central del país, como el caso salvadoreño. El caso del sandinismo, viniendo de un proceso donde sí detentaron el poder político, nos confronta con una debilidad de propuesta programática que –todo pareciera indicar– más allá de declaraciones oficiales, ya no tiene ninguna relación con la vena revolucionaria de décadas atrás.

Para las poblaciones pobres, marcharse a los Estados Unidos a trabajar en cualquier cosa y acumular algunos dólares, sigue siendo la meta dorada.

Como una herencia novedosa que deja el final de la Guerra Fría en el área centroamericana –proceso que en realidad se extiende a toda Latinoamérica, pero que en la zona adquiere ribetes muy marcados– es la proliferación de iglesias evangélicas fundamentalistas. Nacidas como estrategia política encubierta de los Estados Unidos para oponerse a la creciente Teología de la Liberación católica de los '60 y los '70 con su "opción por los pobres", estos grupos inundaron la región llevando un mensaje de desinterés por lo terrenal y de total apatía política. Hoy, a partir de una dinámica de autonomía que fueron adquiriendo, representan un factor de alta incidencia en la vida cotidiana de las comunidades de todos los países del istmo, repitiendo siempre aquellos patrones de proyecto vital: no preocuparse, dejar todo en manos de dios. Su incidencia es alta: se calcula en no menos de un tercio de la población total.

Centroamérica participa hoy de los procesos de integración en bloque que imponen los Estados Unidos en su estrategia continental. Ahí están el Tratado de Libre Comercio (TLC) o el Plan Puebla-Panamá, preparando el camino para tratados bilaterales entre la potencia del norte y los distintos países. En esta lógica se inscribe el Tratado de Libre Comercio entre Centroamérica y Estados Unidos, (CAFTA, por sus siglas en inglés).

El ex presidente George Bush hijo anunció en su momento que el CAFTA constituye una prioridad de primera línea para su administración. El valor global de las relaciones comerciales entre la economía norteamericana y la centroamericana es de unos 20.000 millones de dólares anuales, cifra que no representa, precisamente, una cantidad como para ser considerada "prioridad de primera línea". ¿Por qué esta decisión de Washington entonces?

Este acuerdo de libre comercio con Centroamérica pretendió ser el punto focal principal de cara al objetivo de crear el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), acuerdo que nunca llegó a ponerse en marcha, pero que se vio reemplazado operativamente por tratados bilaterales, los cuales, en definitiva, cumplen el mismo papel. La implementación del ALCA se le complicó a la Casa Blanca por diversos motivos de protesta política, fundamentalmente por la lucha de la sociedad civil (sindicatos, grupos de oposición, partidos de izquierda) contra un acuerdo leonino, lesivo de los intereses de los trabajadores y atentatorio contra el medio ambiente. En esa geoestrategia hemisférica de Washington, Centroamérica se convierte así en territorio de expansión natural del Tratado de Libre Comercio (que ya vincula a Canadá, Estados Unidos y México). Estando la región amarrada ahora por el Plan Puebla-Panamá, cuyas inversiones cobran sentido en el marco jurídico de un TLC que subordine las legislaciones nacionales de cada uno de los países centroamericanos al acuerdo supranacional con los Estados Unidos que estimule y garantice los intereses de las empresas transnacionales que operan en el área –la inmensa mayoría estadounidenses–, el CAFTA pasa a ser así una pieza de gran importancia en su "patio trasero".

Buena parte del tráfico de bienes derivado de los tratados de libre comercio de países latinoamericanos con Estados Unidos, tiene que pasar por la región mesoamericana. Por lo tanto el CAFTA es un paso vital para expandir el acuerdo continental. Sin el endoso de dirigentes empresariales y funcionarios de los gobiernos centroamericanos, los tratados de libre comercio que subordinan las débiles economías latinoamericasnas a los dictaods de las corporaciones estadounidenses sería prácticamente imposible. Todo indica que las eventuales ganancias derivadas de un tal mecanismo de concertación económica no representan verdaderos beneficios para todos sino que, una vez más, hipotecan el bienestar de los pueblos en favor del gran capital, en especial el norteamericano. Es decir: aunque con términos nuevos, más de lo mismo.

La vulnerabilidad de los países centroamericanos y la propensión al vasallaje de sus actuales gobiernos (infame herencia histórica que nos condena, malichismo mediante), son reconocidos por funcionarios de la misma Casa Blanca como elementos que favorecen esa estrategia expansionista del "paso a paso", para debilitar la oposición que en su momento se hiciera al ALCA en el bloque regional del Sur que encabeza Brasil, y al mismo tiempo favorecer la posición estadounidense en las negociaciones multilaterales de la ronda de Doha, que se llevan a cabo en el seno de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Sin ambages el otrora Representante de Comercio de Estados Unidos Robert Zoellick pudo subrayar que el CAFTA es el mejor escudo del que dispone la industria textil norteamericana para sobrevivir a la competencia de China, eliminadas las tarifas en ese sector desde el año 2004 bajo el Acuerdo Multifibras de la Organización Mundial de Comercio.

En resumida síntesis, el CAFTA consiste en nueve temas puntuales de negociación: 1) Servicios: todos los servicios públicos deben estar abiertos a la inversión privada, 2) Inversiones: los gobiernos se comprometen a otorgar garantías absolutas para la inversión extranjera, 3) Compras del sector público: todas las compras del Estado deben estar abiertas a las transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos se comprometen a reducir, y llegar a eliminar, los aranceles y otras medidas de protección a la producción nacional, 5) Agricultura: libre importación y eliminación de subsidios a la producción agrícola, 6) Derechos de propiedad intelectual: privatización y monopolio del conocimiento y de las tecnologías, 7) Subsidios, "antidumping" y derechos compensatorios: compromiso de los gobiernos a la eliminación progresiva de barreras proteccionistas en todos los ámbitos, 8) Política de competencia: desmantelamiento de los monopolios nacionales, 9) Solución de controversias: derecho de las transnacionales de enjuiciar a los países en tribunales internacionales privados.

Una vez más, analizando lo que allí está en juego, todo parece indicar que para los pobres y por siempre postergados banana countries (para el grueso de sus crónicamente pobres poblaciones, obviamente) habrá más de lo mismo.

La nueva industria extractivista que las potencias occidentales, con Washington a la cabeza, están desarrollando a pasos agigantados en todo el continente –y por supuesto también en el istmo centroamericano– en afanosa búsqueda de recursos imprescindibles para su expansión (petróleo, minerales estratégicos para las tecnologías de punta y la industria militar, agua dulce para consumo humano o para la generación de energía hidroeléctrica, biodiversidad de las selvas tropicales), en realidad no cambia la estructura de base en cuanto a dependencia y subdesarrollo. En todo caso, modificando externamente la forma de despojo, la relación de subordinación se mantiene inalterable. El rosario de bases militares estadounidenses que acordonan la región deja ver cuál es el verdadero interés de Washington para Centroamérica: un botín que seguirá expoliando con beneplácito de las burguesías locales, en muchos casos socios menores en esa rapiña. O sea: más de lo mismo.

Conclusión

Ante todo este panorama, los escenarios a futuro que se vislumbran para la región no son muy alentadores por cierto. Pasó la Guerra Fría, pasaron los conflictos armados locales, las sociedades se desangraron, los países sufrieron enormes pérdidas materiales.... pero no cambiaron su estatus de "bananeros". El área sigue siendo la más pobre de América, estando entre las más pobres del mundo. Los procesos de paz, a veces, pueden funcionar como mordaza para la búsqueda de la justicia. Los procesos de integración impuestos por Washington no se ven como oportunidades para un desarrollo genuinamente armónico y equilibrado para todos. Las democracias se muestran más bien raquíticas, y la impunidad y la corrupción siguen dominando lo cotidiano. Y quizá lo peor: no se ven alternativas ciertas a todo esto. Al menos, no destacan propuestas sólidas desde el campo de las izquierdas.

Lo que sí se van dibujando como alternativas antisistémicas, rebeldes, contestatarias, son los grupos (en general movimientos campesinos e indígenas) que luchan y reivindican sus territorios ancestrales. Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto, constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. De hecho, en el informe "Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global", del consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse: "A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas".[1] Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington y afectando sus intereses, el gobierno estadounidense tiene ya establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente, la "Guerra de Red Social" (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como décadas atrás lo hiciera contra la Teología de la Liberación y los movimientos insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica.
           
Hoy, como dice el portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular y latinoamericano en general, obviamente aplicable también a Centroamérica, "la verdadera amenaza no son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados Unidos] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales], o sea, de los pueblos indígenas".[2] Anida allí, entonces, una cuota de esperanza. ¿Quién dijo que todo está perdido?

Aunque suene a pesimista, hoy por hoy todo muestra que, en la coyuntura actual al menos, la historia no ha cambiado en lo sustancial en la región centroamericana. Con Guerra Fría o sin ella la pobreza crónica, el atraso comparativo y la represión de toda expresión de descontento siguen siendo las constantes. De todos modos confiemos en lo que dicen los ancianos mayas: que pronto vendrán tiempos de renacimiento para los ahora excluidos. Ojalá no se equivoquen.

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[2] Boaventura Sousa, S. “Estrategia continental”. Versión digital disponible en https://www.uclouvain.be/en-369088.html